por Pedro Salmerón Sanginés *
En vísperas de su despedida de la presidencia, el licenciado Felipe del Sagrado Corazón de Jesús Calderón Hinojosa (quien al menos en una ocasión afirmó que su nombre completo tenía que ver con su misión política) invocó a Dios y a la Divina Providencia, agradeciéndole que lo haya puesto donde lo puso. No fue la primera vez que se refirió al dios de los cristianos para invocar su triunfo en las urnas (?), o para aligerar sus culpas o morigerar sus responsabilidades: lo hizo también, por lo menos, en en abril de 2012, en Estados Unidos; en junio de 2011, en un encuentro católico; en mayo de 2010, en San Juan Chamula; en junio de 2009, al hablar de la muerte de Michael Jackson —cuando afirmo que el ateísmo es causa de la drogadicción (o algo my parecido). Tanto él como su antecesor y ex correligionario, el licenciado Vicente Fox Quezada, tiraron a la basura (aunque no tanto como hubiesen querido, porque todavía hay equilibrios políticos y límites al poder del presidente) una tradición de siglo y medio: la separación de la Iglesia y el estado, que en nuestro país también se había entendido como la obligación del jefe del ejecutivo de manifestar su fe religiosa únicamente en privado.
Esta tradición nació con Benito Juárez, a quien odian los conservadores de antaño y los neoconservadores porque lo ven como el destructor del elemento que, para ellos, es o debería ser el eje de nuestra nacionalidad y nuestra identidad: la fe católica. No pocos de ellos incluso ven a Juárez no sólo como lacayo de los Estados Unidos sino como un hombre al servicio de las fuerzas del mal, del diablo mismo.

No sé si los neoconservadores desconozcan el papel que jugó la iglesia católica en las primeras décadas de la vida independiente o si realmente lo que quieren es la concentración, en la persona del arzobispo primado de México, de las funciones de secretario de Educación Pública, secretario de Salud, secretario de Desarrollo Social, presidente de los bancos privados más importantes, consejero presidente del IFE y otras funciones que, hasta 1859, estuvieron concentradas para todo fin práctico en la iglesia católica. Los poderes de la iglesia y la riqueza que acumulaba no eran herencia del imperio español (donde la institución eclesiástica estaba sometida al poder civil), sino de la crisis del imperio español, durante la cual se apropió de buena parte de la propiedad raíz y rompió su sujeción política, para convertirse en nuestras repúblicas en un poder autónomo, muchas veces rival del poder civil.
Eso fue lo que rompieron las leyes de reforma: el poder temporal de la iglesia. La primera de esas leyes, promulgada por decreto el 12 de julio de 1859 por el presidente Juárez, nacionalizó los bienes de la iglesia y estableció la separación de la iglesia y el estado y la libertad de cultos. Los artículos primero y tercero de dicha ley eran muy precisos:
1o. Entran al dominio de la nación todos los bienes que el clero secular y regular ha estado administrando con diversos títulos, sea cual fuere la clase de predios, derechos y acciones en que consistan, el nombre y aplicación que hayan tenido.
Es decir, no se trataba solamente, como preveía la ley Lerdo, de desamortizar, sino de nacionalizar por decreto los bienes del clero.Más adelante la ley tenía otro artículo que causó honda indignación entre los conservadores:
3o. Habrá perfecta independencia entre los negocios del estado y los negocios puramente eclesiásticos. El gobierno se limitará a proteger con su autoridad el culto público de la religión católica, así como de cualquier otra.
Con ello, se rompían las relaciones entre la iglesia y el estado como entidades de igual importancia, y quedaba el estado como órgano del poder social, mientras que la Iglesia era transformada en una de las tantas asociaciones que viven sin privilegios especiales.
Esa ley y las que se promulgaron el resto del año, junto con la constitución de 1857, fueron el sustento de un modelo político moderno, duradero, pues, con los necesarios cambios y adaptaciones, sigue siendo vigente: el régimen político previsto en la constitución de 1857 tiene como piedra angular, como elemento fundamental, el régimen republicano, representativo y federal levantado sobre los dogmas de la soberanía popular, el sufragio universal y la división de poderes. Además de una forma de gobierno que se ha mantenido vigente y sin disputa durante un siglo y medio, con el triunfo de la república en 1867 se alcanzó un equilibrio político que duró 47 años, equilibrio inaugurado por los cinco años de presidencia de Benito Juárez.
El modelo de nación liberal que empezó a construirse entonces tuvo sus defectos y generó nuevos problemas y conflictos, aunque ya no los de una nación inexistente, desunida y víctima directa de las grandes potencias, sino las de un estado soberano. Sin embargo, podríamos decir que algunos de los peores defectos del sistema liberal, como el autoritarismo político y la acumulación de la tierra en pocas manos, que destruyeron el anhelo democrático e igualitario y amenazaron de muerte a los pueblos y comunidades convirtiendo a muchos indígenas en peones de las haciendas, fueron previstos por algunos de los mayores ideólogos del liberalismo que ofrecieron alternativas al dogma liberal mucho más acordes con nuestra realidad. Pero la utopía política de Francisco Zarco y las objeciones a las leyes liberales contrarias a los pueblos hechas por Melchor Ocampo y Ponciano Arriaga merecen su propio espacio.
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