por Luis Fernando Granados *
Estaba previsto que mañana comenzarían a destruirse las boletas de la elección presidencial de 2006. Así lo había decidido el Consejo General del IFE el 3 de octubre. El viernes 9, sin embargo, su presidente anunció que la destrucción de los documentos se pospondrá hasta que se resuelva el litigio presentado por Rafael Rodríguez Castañeda, el director de Proceso, ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.
La noticia se produjo tan tarde que la edición impresa de Proceso, que comenzó a circular el sábado, ya no alcanzó a incluirla. Y ocurrió de modo tan discreto que ni Reforma ni La Jornada ni El Universal, en sus ediciones en papel del fin de semana, la dieron a conocer en sus primeras planas. Hay algo absurdo en ello: pues la decisión del IFE es tanto o más trascendente que la toma de la rectoría de la UACM o la aparición de fotos que documentan la emboscada de Tres Marías.
Proceso ha ganado una nueva batalla en beneficio de todos: en beneficio del presente y en favor de la “memoria histórica” del país. Aunque no se trata todavía de la batalla definitiva —el IFE sólo anunció la suspensión de su decisión destructora, no el reconocimiento de que las boletas deben ser preservadas— la persistencia de la revista tiene que ser reconocida y aplaudida. Sin ella hace tiempo que hubiera desaparecido una de las series documentales más importantes para estudiar las elecciones de hace seis años.

No es que los documentos lo sean todo, por supuesto. Como sabe cualquier estudiante de primer año de cualquier licenciatura en historia, las “fuentes” son apenas un ingrediente del ejercicio historiográfico. Y en realidad no son su pieza más importante. Para empezar, porque las fuentes no preexisten a la investigación sino que son construidas por la cabeza que investiga (por eso cualquier artefacto —un recibo telefónico, un exvoto, un camino de terracería— puede convertirse en fuente). Lo que a menudo se olvida, más aún, es que ningún documento tiene valor en sí mismo; la verdad no habita en ellos. Son los argumentos historiográficos los que los dotan de sentido y valor.
¿Para qué sirven entonces las boletas electorales? ¿Por qué es importante su preservación? Por una parte, porque las boletas son evidencia, confirmación, de un conocimiento social que ha ido gestándose desde la noche misma de las elecciones de 2006. Ese conocimiento, sin embargo, no depende de un solo documento para existir; es resultado de inscribir una gran cantidad de documentos en un marco analítico transparente a partir del cual es posible elaborar una argumentación lógica. En plata, eso significa que no necesitamos contar (con) las boletas para saber si en 2006 hubo fraude electoral o no.
Pero, por otra parte, la disputa entre el IFE y Proceso constituye en sí misma un indicio capital acerca del valor de las boletas. Como en cualquier otro ejercicio de crítica documental, la historia de cómo y por qué la boletas de 2006 siguen existiendo ayuda a valorar estos documentos tanto o más que los documentos mismos. En el corazón de esa historia se encuentra un gobierno que no sólo ha sido legalista en su interpretación de la ley, sino que ha movilizado todos sus recursos, con terquedad comparable a la de Proceso, para impedir que las boletas sobrevivan y sean estudiadas.
Este último aspecto revela también lo que acaso sea una obviedad pero que conviene no olvidar: que la batalla sobre la existencia de las boletas no tiene que ver con el presente. Tiene que ver con el pasado y por ello con el futuro: es fundamentalmente acerca de la manera en que será recordada la presidencia de Felipe Calderón.
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