por Luis Fernando Granados *
El 17 de octubre, 1961, los argelinos residentes en Francia —o más bien los militantes del Frente de Liberación Nacional, sus simpatizantes y compañeros de viaje— organizaron una manifestación en el centro de París para desafiar el toque de queda impuesto dos semanas antes por la Prefectura de Policía de la capital. Esta medida, ostensiblemente racista, prohibía a toda persona de origen argelino circular después de las 7 de la noche, dizque para reducir el número de atentados que por aquellos meses se multiplicaban en el territorio europeo de la república francesa.
(Buena parte de la información de esta nota proviene de la magnífica cobertura de Le Monde, una de cuya primeras notas puede verse aquí.)
Para algunos, el desfile callejero no era más que un acto de provocación, un gesto casi tan irresponsable como el golpe de estado que un grupo de militares destacados en Argelia había intentado unos meses antes (en abril) para impedir que se consumara el abandono de esa “colonia” africana, joya del imperio ultramarino y cuna del escritor francés que acababa de recibir el premio Nobel de literatura (Albert Camus). Para los quizá 30 mil manifestantes, en cambio, se trataba de un acto legítimo de resistencia pacífica, un gesto de dignidad política que al mismo tiempo evidenciaba lo extendido del sentimiento independentista entre los argelinos de la metrópoli.
La policía de París respondió al desafío político con una brutalidad semejante a la que el ejército francés practicaba cotidianamente en Argelia contra los guerrilleros del FLN. Disolvió la manifestación con violencia extrema, persiguió a muchos de sus asistentes hasta el interior de las estaciones del metro, y en total arrestó a unas 11 mil personas, que fueron recluidas en sitios tan inapropiados como estadios y gimnasios. Lo más grave, con todo, fue el efecto homicida de la violencia: entre 150 y 200 personas fueron asesinadas por las fuerzas del “orden”; algunas de ellas, más aún, fueron arrojadas al río que divide París en dos mitades. (Como suele ocurrir en estos casos, la cifra oficial de muertos fue tan ridícula como ofensiva: tres personas, según las autoridades.)

Para varios historiadores, la matanza del 17 de octubre constituye el acto de violencia estatal más grave en la historia europea de la posguerra, y es sin duda el episodio represivo que más vidas humanas ha costado. No obstante, durante poco más de medio siglo, la matanza apenas si ha dejado de ser una nota a pie de página en la historia de la guerra de independencia argelina —excepto, claro, para quienes perdieron familiares, amigos y camaradas en la masacre o quienes han encontrado ahí un antecedente de la violencia policiaca que la población de origen maghrebí vive en Francia de manera cotidiana—. Con motivo del quincuagésimo primer aniversario de la matanza, sin embargo, la oficina del presidente François Hollande hizo pública una escueta declaración por la que «la república reconoce con claridad” la «tragedia» provocada por la “sangrienta represión” de los argelinos metropolitanos en 1961 —y él personalmente «rinde homenaje a las víctimas».
Se dirá acaso que el gesto es tímido, y que palidece en importancia frente a la declaración hecha en 1995 por el entonces presidente Jacques Chirac a propósito de las redadas por medio de las cuales más de 13 mil judíos franceses fueron entregados en 1942 a la máquina nazi de matar. Puede que así sea. Pero en la airada reacción de la derecha francesa, que de inmediato, hace apenas unas horas, impugnó los términos de la declaración presidencial —es “intolerable” condenar a la policía, dijo un diputado; los argelinos tendrían también que disculparse por las atrocidades que cometieron, prorrumpió la lideresa del Frente Nacional— cabe ver la hondura simbólica del acto estatal de contrición y por ello su pertinencia política e historiográfica.
Más aún, en esta disputa cabe advertir que, medio siglo después de la independencia de Argelia, la guerra civil de 1954-1962 sigue palpitando en el tejido social franco-argelino, como si la tragedia de la descolonización no fuera un hecho «histórico» sino una experiencia del presente. Acaso porque —como todo lo que en apariencia pertenece al pasado— efectivamente lo es.
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