Halina Gutiérrez Mariscal
Hace apenas unos meses tuvo lugar la 50º edición del Foro Económico Mundial en Davos. Las personas que más inciden en el destino económico del mundo se reunieron para atender lo que consideran los principales desafíos globales en materia económica: una “respuesta efectiva al cambio climático, una economía más inclusiva, las tecnologías de lo que llaman la cuarta revolución industrial, capacitar a mil millones de personas en la próxima década, crear puentes para resolver los conflictos globales y ayudar a las empresas a crear los modelos necesarios para impulsar la cuarta revolución industrial” (aquí).
En ese contexto, y tras 47 años desde que publicaran su primer manifiesto, los grandes interesados en la economía del libre mercado mundial hicieron público un nuevo manifiesto. Éste habla, entre otros asuntos, de “crear valor compartido y sostenido”, de un “mejor camino hacia la comprensión y la armonización de los intereses divergentes” de todos los involucrados en los procesos económicos de las empresas. También de la “mejora continua de las condiciones de trabajo y el bienestar de los empleados”. Imperdible argumento, que se lee casi convincente:
Una empresa es algo más que una unidad económica generadora de riqueza. Atiende a las aspiraciones humanas y sociales en el marco del sistema social en su conjunto. El rendimiento no debe medirse tan solo como los beneficios de los accionistas, sino también en relación con el cumplimiento de los objetivos ambientales, sociales.
En un contexto internacional en el que las crisis se suceden una tras otra —incendios devastadores, crisis económicas, gobiernos inestables, grandes crisis humanitarias por migraciones masivas—, reflexionar acerca de los paradigmas y postulados que mantenemos vigentes como sociedad no sólo resulta necesario sino obligado.
Ante ese panorama, que parece aterrador e irreversible, incluso los más férreos defensores del neoliberalismo comienzan a buscar en la teoría, o al menos en el discurso, un camino alternativo al que hasta ahora se ha seguido y que nos ha traído al punto de violencia, despojo y devastación en que nos encontramos.
La evolución del pensamiento económico ha corrido paralela a los momentos históricos en los que se ve a los dueños del capital luchando por posicionarse ante el estado, o como parte de éste, a fin de conservar su poder de maniobra sobre las decisiones políticas y promover sus intereses económicos. Una breve revisión, a vuelo de pájaro, de algunos de los autores más emblemáticos del liberalismo permite comprender qué ha ocurrido con el discurso económico y, sobre todo, cómo su evolución ha afectado nuestra existencia.
El periodo que comprende este análisis arranca con la obra de Adam Smith, La riqueza de las naciones (Madrid: Alianza Editorial, 1994 [1776]). Smith entiende la realidad económica, la economía política, como un conjunto de procesos regidos por ciertas leyes sociales en las que los sujetos económicos se relacionan entre sí, en donde sus interacciones e intercambios se vuelven más complejos, dando así prueba de la civilización y avance de cada sociedad (p. 86). Aunque la problemática de la pobreza y la distribución de los ingresos no se desarrolla en Smith como ocurrirá en David Ricardo o Karl Marx, la cuestión social cuestión social atraviesa toda la argumentación de este primer clásico de la economía política. En una sociedad en donde cada uno busca su beneficio individual y protege sus intereses, todos en conjunto reciben la ayudan necesaria para obtener las cosas que les son esenciales para la vida (p. 46).
¿Qué dice Smith sobre la distribución de la riqueza entre los miembros de una sociedad? Considera que aquellos que sólo poseen su fuerza de trabajo para subsistir serán necesariamente beneficiados cuando aquellos que han acumulado capital los pongan a trabajar y les paguen por ello. La explicación faltante en el texto de Smith es cómo es que empleadores y empleados han llegado a estar en esa condición.
Cuando en 1786 Joseph Townsed escribió su Disertación sobre las leyes de pobres habían pasado solo diez años desde el trabajo de Adam Smith, pero —a decir de Karl Polanyi, La gran transformación: Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo (México: Fondo de Cultura Económica, 2003), p. 189—, “el cambio de atmósfera entre Smith y Townsed resulta verdaderamente sorprendente”. Explicando a Smith, Polanyi señala que hay un optimismo general que impregna todo su pensamiento, pues parecía que la razón y la humanidad fijarían los límites en las relaciones sociales. Los principios inherentes al espíritu humano evitarían llegar al punto de lo que tan solo diez años después ya era una preocupación para Townsed: la pobreza rayana en los límites de lo inhumano. y sobre la que buscaría encontrar una explicación científica a través del naturalismo.
En 1817, David Ricardo expondrá en Principios de economía política y tributación (México: Fondo de Cultura Económica, 1959 [1817]) su postura respecto del problema de la pobreza y las cuestiones sociales. En Ricardo, la mano de obra ya es considerada una mercancía que debería ser sometida a la libre competencia, limitando al mínimo la intervención gubernamental en las transacciones en que sea negociada. Desde su punto de vista —en el que retoma a Robert Malthus—, todos aquellos subsidios o apoyos gubernamentales dados a los pobres sólo empeoran las condiciones de ricos y de pobres. De los primeros, porque los hacen cargar con el costo de quienes no producen, y de los segundos porque la mejor manera de ayudar a los pobres es no ayudándoles, para incentivar su productividad. Al igual que Smith, Ricardo no explica cómo es que los pobres han llegado a estar en esas condiciones, pero la cuestión social no desaparece. En ambos autores es evidente que el objetivo es encontrar las leyes sociales que rigen la producción y distribución de la riqueza. En la visión de ambos, las leyes que rigen las relaciones económicas nacen de la manera en que las sociedades se organizan para la producción; en ese sentido, su análisis de la economía es político.
Gracias entre otros al Esbozo de una crítica de la economía política, de Engels ([1843), y al capítulo XXIV de El capital —“La llamada acumulación originaria”—, en la segunda mitad del siglo XIX la comprensión sobre cómo las relaciones sociales regían el capitalismo fue mucho mayor. Con los textos de Marx y Engels queda claro que no hay riqueza que no se produzca en determinadas condiciones sociales. Como ya había explicado Smith, ellos abundan en el hecho de que nada puede ser producido de manera aislada, sino lo es por colaboración de los distintos actores sociales. La novedad con ellos es que apuntan a la otra parte de la explicación: cómo es que unos llegaron a tener tanto capital y otros simplemente sus pellejos para venderse a los empleadores.
Marx afirmó que la razón por la que en la sociedad había quienes no tenían nada, y quienes tenían cada vez más, a pesar de haber dejado de trabajar hacía mucho tiempo, se vinculaba con la conquista de unas naciones sobre otras, la esclavitud, el robo y el asesinato de los que se habían valido los dueños del capital. Y, sin embargo, estos encontraron la manera de hacer lícito el fraude ante la sociedad: con el argumento de la economía política (que hasta ese momento había sido explicada por Smith y Ricardo, entre otros), que atribuía la riqueza de unos cuantos al trabajo y el esfuerzo individual, y al legítimo derecho (leyes favorables al capital).
El recorrido histórico que hacen Marx y Engels acerca de cómo el capital se acumuló en unas cuantas manos desnuda una verdad que no vieron, o decidieron omitir, Smith y Ricardo: en el sistema económico capitalista, la propiedad privada fruto del esfuerzo propio (aquélla en la que los trabajadores no habían sido despojados de sus medios de producción) es desplazada por la propiedad privada capitalista, basada en la explotación de la fuerza de trabajo ajena, aunque formalmente libre. La jugada es perfecta: los trabajadores “libres”, despojados de todo medio de subsistencia, acudían voluntariamente a ser explotados a cambio de lo mínimo para subsistir, mientras su trabajo enriquecía a unos cuantos dueños del capital.
Así pues, la economía política aparece en la escena de las ciencias sociales intentando comprender y describir los fenómenos sociales que permiten la generación de riqueza, su intercambio y distribución. Su objeto de estudio se enfoca en el ser humano en tanto miembro de una sociedad. Su metodología se identifica con las ciencias sociales, y su pretensión incluye cuestiones objetivas de orden colectivo.

En 1890, apenas dos décadas después de la publicación de la obra de Marx, Alfred Marshall publicó sus Principios de economía: Un tratado de introducción (Madrid, Fundación ICO, 2005 [1890]), donde dijo que abandonaría el término economía política para referirse únicamente a economía. ¿Cómo explicó esa mutación? Lo dijo claramente: buscaría resaltar los conocimientos teóricos de la economía, a la cual consideraba una ciencia con aspectos puros y aplicados, cercana a las ciencias físicas y no tanto a las sociales.
Marshall reconoce la desigualdad de oportunidades como un problema. Sabe que hay una masa de personas condenadas desde su nacimiento a no salir de la pobreza. Y se pregunta legítimamente, esperando además que la economía pueda dar respuesta, si será posible que todos los seres humanos tengan la posibilidad de una vida culta, libre de los sufrimientos de la pobreza y el trabajo mecánico excesivo.
Aunque no admite que el límite del capital para explotar a la humanidad no tiene fin visible y que por lo tanto es necesaria la intervención externa, como creía Marx, Marshall sí reconoce que hay actores económicos que se han valido de privilegios y suficiente información, de los que carecen los demás actores económicos, por lo que la competencia deja de serlo realmente. Este argumento resulta interesante a la luz de lo que medio siglo después explicó Polanyi: las medidas regulatorias impuestas por los gobiernos hacia el final del siglo XIX no fueron producto de una gran conspiración colectivista que pretendiera derrumbar al sistema liberal, sino que fueron acciones, la mayoría de ellas independientes y no coordinadas, a través de las cuales la sociedad misma, por medio de sus representantes, intentaba contener o remediar los excesos del libre mercado. Era la sociedad misma remediando aquellos daños que había provocado la casi absoluta libertad del mercado en el siglo XIX.
Para Marshall, los fenómenos sociales sólo pueden modificarse conociendo sus leyes y estableciendo una conexión entre los estudios económicos y humanos. Así, el autor parece aspirar a equiparar la economía con las ciencias físicas, pero declara darse cuenta de la imposibilidad de hacerlo. Y sin embargo persiste en su empeño. Su propuesta de observar, medir y registrar para encontrar tendencias y establecer leyes, puede ser identificada como mucho más cercana a sus sucesores, los neoclásicos.
No deja de llamar la atención que Marshall admita que la ciencia económica puede basarse en supuestos. “Puede esperarse”, dice, “que bajo ciertas condiciones” surjan “acciones normales” (pp. 39, 41). ¿Por qué suponer? Porque, a diferencia de las ciencias físicas, que pueden predecir por la exactitud de las variables que manejan y la confiabilidad de sus resultados, “las acciones de los hombres son tan diversas e inseguras (como la marea), que la mejor manifestación de tendencias que podemos hacer en una ciencia que trata sobre la conducta humana, deberá necesariamente ser inexacta y errónea” (p. 38).
En El pensamiento económico neoclásico —(Barcelona: Oikos, 1989), p. 14—, Francesco Campanella explica que la revolución de 1871, en la que incluye a autores como Marshall, Walras, Wicksell y Pareto, es el punto de quiebre para la llegada del pensamiento económico neoclásico, el cual supone un cambio de visión con respecto de los clásicos, que planteaban una teoría objetiva basada en la producción de bienes. Los neoclásicos abogaran por lo que Campanella llama una teoría subjetiva, basada en el consumo y la soberanía del consumidor.
En esta nueva concepción de la economía, el punto principal son el individuo y el cúmulo de deseos con los que concurre al mercado. Dado que los individuos, o consumidores, son racionales, y sus recursos son limitados, será necesario decidir en qué utilizarán sus recursos, sabiendo que por cada bien que obtengan estarán renunciando a otro. Así, los consumidores buscarán la mayor satisfacción en un contexto de absoluta libertad de elección.
Como cada mercancía causará distintos grados de satisfacción a cada consumidor, el valor de éstas se vuelve subjetivo, pues pasa a estar determinado por la utilidad que representa para cada consumidor. Por tanto, por ejemplo, un fino corte de carne no supondrá satisfacción alguna para alguien vegetariano, quien a su vez podría estar dispuesto a pagar enormes cantidades de dinero por alimentos vegetales orgánicos, y nada por la pieza de carne.
¿Qué ha pasado aquí con los análisis económicos? Parecen haber dejado atrás su complejidad, para mudarse a una explicación elemental, que hace a un lado las cuestiones sociales, que obvia las relaciones de producción, que invierte el objeto de estudio de la ciencia económica. El objeto de estudio ya no son las relaciones sociales de los entes lo que rige el comportamiento económico, sino que ahora son los deseos individuales de esos entes, asépticos, despojados de todo contexto social, sometidos a estudio bajo suposiciones que pocas veces se cumplen en la realidad, a través de modelos matemáticos que miden la utilidad de la ley de la demanda. La explicación es otra. El objetivo es otro. El método mismo para acercarse al objeto de estudio se ha alejado de las ciencias sociales, intentando embonar con las ciencias físicas a través del uso de las matemáticas para explicar fenómenos despojados de su aspecto social.
En la propuesta de representar la realidad de manera simplificada a través de modelos matemáticos, el economista establece una serie de supuestos sobre la realidad estudiada que no necesariamente se cumplen. Las cuestiones históricas, políticas y sociales son obviadas en muchos de esos modelos, llevando a conclusiones y aseveraciones que se presentan como realidades incontrovertibles pero que se basan en modelos cuestionables cuando se les analiza a la luz de las ciencias sociales.
Milton Friedman es un muy digno representante de esta nueva ciencia económica que privilegia al individuo, que obvia los aspectos sociales, que se opone a toda clase de responsabilidad por parte de la sociedad a través del estado y que hace una defensa, casi apologética, del laissez faire. Friedman intenta hacer recaer sobre los individuos su suerte en la acumulación de riquezas: “Nuestras decisiones sobre cómo hacer uso de nuestros recursos pueden determinar que tengamos más o tengamos menos” (Rose y Milton Friedman, Libre para elegir [1980]) y pretende recurrir a argumentos históricos para sostener la premisa de que será bajo el libre mercado irrestricto que el bienestar y la paz prosperarán.
¿De qué argumentos históricos se vale? Friedman afirma que la paz que dominó en Europa a lo largo del siglo XIX y hasta antes de la primera guerra mundal resultó del enorme crecimiento económico que ocurrió en el continente. El progreso económico, científico y tecnológico es atribuido por él a la mínima o casi nula intervención del estado en las cuestiones económicas. ¿Y qué ocurrió cuando el estado decidió intervenir? La catástrofe, como la gran depresión, que es presentada como una irresponsabilidad del estado mismo.
¿Quién, que conozca la historia europea del siglo XIX, podría dar por válidos tales argumentos? ¿Quién que haya leído la historia de la industrialización podría, con honestidad intelectual, decir que Friedman no falta a la verdad? El siglo XIX, en el que Europa y Estados Unidos se enriquecieron a través del tráfico de esclavos y el sometimiento económico y militar del resto del mundo, son la prueba mayor de que cuando la libertad es irrestricta, y no hay brida que contenga, el humano puede, en aras de su propio interés, traspasar todo límite moral y humano, suscitando condiciones de crueldad y explotación inenarrables.
A mi parecer, la cuestión crucial de las explicaciones analizadas trasciende lo epistemológico y debería llevar necesariamente a una discusión sobre las acciones políticas a que llevaron esas teorías. Es evidente que la utopía neoliberal de un mercado autorregulado ha ido disolviendo a lo largo del siglo XX el carácter propiamente humano de la sociedad.
La discusión sobre la manera en que se concibe y enseña la ciencia económica no es trivial. Sostener en el discurso y en la práctica los postulados de la economía neoclásica ha llevado a una serie de relaciones de poder asimétricas, en las que se somete la voluntad de las mayorías, negándoles así la libertad y la dignidad humanas a que tendrían derecho.
Parecería que hemos perdido la civilización en el camino de buscar la mayor ganancia posible en las condiciones más libres. Estudios que antes persiguieron la dignidad y mejora de los individuos, ahora buscan, a través de simplificaciones matemáticas, la mayor de las ganancias posibles. ¿Y cuál es el problema con eso? Cuando el dinero se vuelve la medida de todas las cosas, todo se vale para conseguirlo, aunque en el discurso se diga otra cosa.
Así, hemos llegado a un punto en el que la propia conservación de nuestro planeta, la vida, ya no de otros seres vivos, sino de la propia humanidad, y recursos tan ilimitados y democráticos, como el aire, pueden ser sujetos al régimen de la propiedad privada, afectando así a sociedades enteras, como de hecho ha ocurrido.
Aunque considero lejano un panorama en el que los economistas defensores del sistema neoliberal modifiquen sus paradigmas y acepten que la libertad absoluta no es posible ni deseable, me parece sintomático que, en uno de los foros económicos más importantes, admitan que algo tiene que cambiar, al menos en el discurso. Han regresado la mirada a los aspectos sociales de la economía, y han admitido que la acción es urgente. Las acciones colectivas de protección contra la depredación del capital, que han sido tan condenadas, satanizadas y perseguidas por los teóricos del neoliberalismo, parecen ser la única vía para desandar el camino y salvarnos de un individualismo encaminado a la extinción planetaria.
Un artículo lleno de erudición y con argumentos irrefutables. Sin embargo, las ideas neoliberales persisten en países, instituciones educativas e individuos que se resisten a aceptar el efímero final de estas ideas probadamente inconvenientes para la convivencia humana.
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