Víctor Iván Gutiérrez
@viviangm
Un estado liberal no es por fuerza democrático.
Un gobierno democrático no genera forzosamente un estado liberal
Norberto Bobbio
A dos años de la elección federal del 1 de julio de 2018, existe un debate intelectual en torno de su trascendencia y significado histórico. Dentro de la gama de reflexiones, podemos vislumbrar una interpretación liberal en común, con posturas relativamente distintas. Por un parte, algunos consideran que lo ocurrido fue la consolidación de una supuesta transición a la democracia que, a decir de algunos, comenzó su primer ciclo en la alternancia electoral del 2000; otros más arguyen que el 1 de julio del 2018 fue un “progreso significativo” en la débil e imperfecta democracia mexicana, y no pocos han señalado que la abrumadora mayoría conquistada por el lopezobradorismo es la prueba del retorno del “viejo presidencialismo autoritario” del régimen de la revolución mexicana.
Pese sus singularidades, todas estas interpretaciones ponen en funcionamiento la concepción dominante de la democracia, la cual por lo general se concibe como alternancia electoral, división de poderes, pluralidad partidista y “respeto” del estado de derecho. Sin embargo, lo problemático de esta definción es que cuando habla de democracia se hace sin perspectiva histórica, es decir desconociendo sus numerosos significados construidos a lo largo del tiempo, lo que da como resultado la negación de la existencia de la democracia fuera del marco categorial liberal.
Es precisamente en esto último en donde estas interpretaciones se topan con su límite, ya que para esas voces fue relativamente sencillo aceptar, tolerar o tibiamente criticar la serie de gobiernos de 2000 a 2018 porque —desde su lógica— esos gobiernos, por “imperfectos” o “inmaduros” que fueran, estaban cumpliendo los requisitos de la alternancia electoral, la división de poderes (siempre políticos, nunca económicos) y la pluralidad partidista. Por una extraña razón, que bien puede leerse como conveniencia o, en el mejor de los casos, de ignorancia, evitaban criticar de estos gobiernos su menosprecio por las clases populares, su abierta dependencia respecto de Washington y su simpatía por el paradigma neoliberal, de catastróficos resultados.
Por supuesto, no todos los promotores de esta concepción tienen intereses creados o simpatizan con el neoliberalismo. Existe un número significativo de académicos e intelectuales de izquierda que conciben a la democracia desde esta lógica formalista, independientemente de que sus intereses o imaginarios simbólicos sean no sólo diferentes sino, abiertamente, antagónicos.
Por lo anterior, que al actual gobierno federal esté poniendo especial acento en las clases trabajadoras debería significar la apertura de un nuevo debate intelectual en el que se discuta hasta qué punto estamos transitando hacia una forma de gobierno democrático, no sólo desde el punto de vista formalista, sino también desde la lógica de su fundamento. Ya que con todas sus imperfecciones, lentitudes, obstáculos y contradicciones, con la cuarta transformación estamos experimentando el fortalecimiento de una voluntad política que, al tiempo que busca insertar el “bien común” dentro del itinerario del gran capital, se procura fortalecer a la clase trabajadora en esta inexorable contradicción; a diferencia de las anteriores administraciones en el que, sobra decir, se promovía alegremente la ganancia del capital (mayoritariamente extranjero) y la dependencia económica, política y cultural ante nuestro vecino del norte.
Conviene recordar que, independientemente de sus múltiples significados, el contenido real de la democracia, es decir su fundamento, es que el poder emane del pueblo. Ahora bien, cierto es que apenas hace algunos años el teórico argentino Ernesto Laclau planteó la necesidad de concebir la noción de pueblo más allá de las lógicas esencialistas y por consiguiente como un artefacto construido y fabricado. Pues algo parecido con este postulado ha estado ocurriendo en el pasado reciente de México: el tsunami electoral de 2018 fue la condensación de una rica gama de intereses, imaginarios y horizontes de expectativas similares y contradictorios, armonizados bajo la fortaleza de un líder y un programa, cuya voluntad se encamina a construir una transformación histórica, construyendo —de este modo— un pueblo que en términos concretos significa una especie de coalición articulada bajo las premisas de rescatar la soberanía nacional, fundar un estado neo-benefactor y terminar con la corrupción e impunidad.
Finalmente, también conviene discutir hasta qué momento la inteligencia de izquierda seguirá esencializando y fetichizando la concepción formalista de la democracia. Porque es cierto; desde que la maquinaria de dominación priista perdió las elecciones en 2000, el poder del estado ha sido compartido por tres fuerzas electorales (PAN, PRI y Morena), pero únicamente por dos programas de gobierno: el neoliberal y el anti neoliberal. Esta tarea de reconceptualización podría tener grandes ventajas. Se reconocería que para ser democráticos no necesariamente se necesita ser pluripartidistas o que la división de poderes no necesariamente tendrá que tener únicamente la configuración de la república liberal. Más allá de esta necesaria tarea, también nos permitirá reconocer que, ante el ascenso del llamado neofascismo local y global, las mismas fuerzas de izquierda y progresistas deberán ser —por lo menos en el corto tiempo— no sólo defensores de la soberanía concentrada en el pueblo, sino también, paradójicamente, guardianas y protectores de la misma democracia liberal.
Muy ambigua postura que expone usted en su sintetizado artículo de opinión, estimable Víctor Iván, dado que las elecciones que en tiempo hace referencia -2000 y 2018- desde cualquier ángulo conceptual de la democracia, que tendría que considerarse «a la mexicana» por más obvio que sea, no significó en ningún momento más allá de la mera pancarta política, una transición. Si hablamos del 2000 fue simplemente un acomodo de las fuerzas del sistema político, manejado por su alfil Salinas, con la supina idea de la distracción y menguado de las exigencias sociales. Y ahora en 2018, en que el «líder» al que alude, recurrió a la misma estratagema: El impulso psicológico-electoral, es decir, el juego con la esperanza de tanta gente desposeída o empobrecida, sí por un sistema voraz como el neoliberalismo, pero de ahí afirmar que se está en contra, es otra falacia, incluso, peligrosa además de irresponsable. ¿Por qué? Por el sistema político y económico en que seguimos inmersos. El presidente ha dicho que estamos en el «postneoliberalismo», con el garlito de una postura progresista y no crea usted que estoy a favor del primer sistema dicho, pero tampoco en favor de esa mala broma que significa el segundo, porque sería la misma gata… López Obrador no es pues, de izquierda, ni progresista, sino un conservador de closet: Es verdad que quiere volver a los viejos tiempos echeverristas con una bandera de matiz, sólo de eso, que haga creer que son primero los pobres, como debería ser desde una simple postura ética, pero cómo explicar que siga Pemex, un zombi depredador, la genuflexión ante Trump y un Tratado que beneficia precisamente a los neoliberales y nos mantiene en una economía periférica que dictan en los EUA, etc. Gobernar México no es cosa de discursos (como en el pasado que usted bien menciona), sino de acciones inteligentes y contundentes como apostar al agro, a las medianas y pequeñas industrias, la educación, al fortalecimiento de la fraternidad cívica, (No andar con idioteces de «bautizar» a los opositores -que en cualquier democracia- son necesarios y deben ser considerados para lograr un equilibrio, el laicismo, etc. Cómo creer en lugar de constatar, quiénes escogen a los candidatos, que pasa con la falta de credibilidad de los Partidos, incluido Morena que no acaba de armarse… En fin. Se queda mucho por decir y puntualizar… Pero que bueno que usted toque la llaga ciudadana, pues impulsa la reflexión. Gracias…
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