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Modernidad política y pueblos de indios en México, 1770-1856 (3 de 3)

Claudia Guarisco

La constitución de 1824 sancionó la adopción de la forma de gobierno republicano-representativa popular y federal. También dispuso el establecimiento de 20 estados, cuatro territorios y el Distrito Federal, a partir de las antiguas intendencias. Una de las entidades creadas en 1824 fue el estado México que, en 1827, emitió su propia carta. Ambos corpus fundamentales sancionaron la participación de la sociedad en el gobierno a través de representantes en el congreso general, las legislaturas y los ayuntamientos. Como en el régimen monárquico constitucional, la ciudadanía política se limitó a los varones padres de familia de las parroquias.[1] La legislatura estatal emitió el decreto del 9 de febrero de 1825, el cual establecía que la administración de los bienes de comunidad correría a cargo de los ayuntamientos. Estos también se ocuparían de administrar las tierras de repartimiento. Además, se reducía su número, al incrementar las almas necesarias para fundarlos —de mil a cuatro mil. De esta manera, se ponía fin a los problemas de gobernabilidad creados por la legislación gaditana, responsable de la proliferación de pequeñísimos órganos de gestión local indígenas que se regían por las costumbres de la república.[2] Asimismo, y con el objeto de garantizar una eficiencia mínima en su funcionamiento, el mencionado decreto introdujo algunas restricciones en el acceso a los oficios de alcalde, síndico y regidor. Desde entonces, fue necesario leer y escribir, tener 25 años de edad y no ser cura o empleado público.[3]

Por otro lado, también se retuvo de la constitución de Cádiz, grosso modo, la proporción tanto entre los oficiales del ayuntamiento y los electores, como entre aquellos y los vecinos. En cuanto a las elecciones, el decreto de 1825 recuperó el sistema gaditano, añadiendo, no obstante, la división del territorio en secciones. En cada una de esas circunscripciones se debían establecer juntas primarias, presidiéndolas el alcalde saliente, acompañado de dos escrutadores y un secretario, que los ciudadanos elegían. Estos debían nombrar, mediante voto público, el número de electores establecido por los subprefectos. Los electores, a su vez, tenían el encargo de formar juntas secundarias en las cabeceras municipales para, por voto secreto y mediante cédulas, nombrar a las autoridades.[4] De esta manera, también se retenían —de la constitución española de 1812— los mecanismos que promovían la minimización del disenso y proyectaban en la política el carácter corporativo y jerárquico de la sociedad. De ahí que, durante el primer federalismo, los indios ocuparan las regidurías y los no indios, las alcaldías y sindicaturas. Al igual que lo acontecido entre 1812 y 1823, esa distribución de la autoridad fue el resultado de un voto indígena indirecto en segundo grado y, además, colectivo y clientelar. Este, hizo posible que los regidores representaran a los pueblos de indios y que los criollos y mestizos accedieran, legítimamente, a las alcaldías y sindicaturas, siempre y cuando se apegaran al ideal del buen superior político. Podría pensarse que, en la medida que los indios debieron responder a un corpus institucional muy similar al gaditano, no aconteció ningún cambio fundamental en la política local, además de la supresión de los pequeños ayuntamientos “indígenas” y la expansión del ayuntamiento “mixto”. Sin embargo, el componente clientelar del voto recibió entonces una expansión considerable. Ya no sólo ligó a los indios y no indios ante los órganos de gobierno más pequeños, sino que estableció un puente entre ellos y las elites de las capitales de los recientemente creados estado de México y la federación.

A grandes rasgos, el sistema para designar diputados estatales y federales se caracterizó por ser indirecto en tercer grado, y recaer la designación de ambos tipos de representantes en los mismos electores. Además, su número debía ser proporcional al de los pobladores del estado y la victoria se decidía por mayoría. Todas estas instituciones se inspiraron en la constitución española de 1812. Para elegir a los electores de partido, los vecinos de las parroquias debían acudir a las llamadas juntas primarias. Los electores municipales, a su vez, y estando reunidos en las cabeceras de partido, elegían a los parlamentarios. El voto en las juntas primarias era público, mientras que en las juntas de partido y de estado era secreto y se llevaba a cabo mediante cédulas.[5] Según se desprende de las actas electorales del municipio de San Ángel (Distrito Federal), la participación indígena se limitó a las juntas primarias o “populares”, siendo los no indios quienes actuaron como candidatos a electores primarios y electores primarios. Desde esas posiciones dieron su apoyo electoral a los protopartidos en contienda, cuyos integrantes radicaban, sobre todo, en Toluca y en la ciudad de México.[6] En los motivos que los indios tuvieron para ejercer el voto más allá del ámbito local no es difícil ver la expectativa de que ese eslabonamiento sirviera para garantizar más adecuadamente sus viejas identidades grupales y autonomías. Sin embargo, este deseo no siempre se vio satisfecho, porque alcaldes y síndicos tendieron a ignorar los términos del intercambio sobre el cual habían construido su poder. Tal desconocimiento tuvo lugar cuando se trató de dotar de ingresos a los órganos de gobierno local, a costa de los viejos bienes del común, conforme lo disponían las leyes. El resultado fue la negativa indígena a acatar esos mandatos, lo cual se expresó en la encarnizada defensa que los “gobernadores-regidores” llevaron a cabo en torno a dirigir el producto de las tierras del común a la celebración de las fiestas de los pueblos, como tradicionalmente habían hecho.[7]

En los estados de Oaxaca y Yucatán, la participación indígena en los comicios estatales y federales de la primera república supuso, al igual que en el estado de México, lazos de patronazgo y lógicas corporativas. Asimismo, sus elites disminuyeron el número de ayuntamientos, aunque, en contraste, retuvieron y legalizaron, simultáneamente, la vieja distinción colonial entre repúblicas de indios y repúblicas de españoles. En Oaxaca se dispuso que aquellos se establecieran en asentamientos de no menos de tres mil habitantes, mientras la organización republicana se mantenía vigente en los pueblos de indios. En Yucatán, además, la actuación de los indios como representantes de sus pueblos se vio limitada y sus viejas autonomías fueron recortadas. Se crearon órganos municipales en ciudades y villas no indígenas, mientras que en los lugares donde la presencia no indígena era considerable se eligieron juntas municipales que eran, asimismo, instituciones no indígenas. En los pueblos de indios, se nombraron alcaldes auxiliares y, al mismo tiempo, se retuvieron las viejas repúblicas. A diferencia de lo acontecido en Oaxaca, donde gobernadores y alcaldes de indios desplegaron las mismas funciones que los oficiales de ayuntamiento, en Yucatán, aquellos ejercieron papeles exclusivamente fiscales.[8]

El régimen centralista que sucedió al primer federalismo buscó abiertamente restringir la participación indígena en el gobierno, así como mermar sus viejas libertades. Las elecciones de diputados departamentales y del congreso general se llevaron a cabo de acuerdo con el ejemplo gaditano, aunque adicionándole un componente censitario que redujo drásticamente su participación en los comicios.[9] Por otro lado, las leyes de entonces dispusieron que hubiera ayuntamientos en asentamientos con al menos 8 mil habitantes, siendo el sistema electoral no solamente indirecto, sino que también hacía depender los derechos ciudadanos de la riqueza. En todos los demás, se nombraron jueces de paz que supieran leer y escribir, lo cual supuso que, en muchos casos, estos fueran ajenos al pueblo y a la población indígena. En Oaxaca, no obstante, el intento centralista por privar a los indios de los derechos de ciudadanía fue contrarrestado por la presión que los indios ejercieron sobre las autoridades departamentales, con el fin de reemplazar a los jueces considerados ilegítimos.[10] Similarmente, en el estado de México, los indios elevaron numerosas peticiones y quejas ante los subprefectos, prefectos y junta departamental, solicitando el juez de su preferencia o pidiendo la remoción de aquellos que consideraban espurios.[11] Esos jueces, además, se legitimaron ante los indios al hacer suyo el viejo ideal de superior político, que salía en defensa de los bienes comunes de los pueblos.

Cuando los indios se liberaron del liberalismo. Representación de la llamada «guerra de castas» de Yucatán. (Foto tomada de aquí.)

En 1847, la ciudadanía del periodo federal fue restablecida, aunque no por mucho tiempo. Con Santa Anna en el poder, las disposiciones centralistas que restringían la participación indígena en la política volvieron a estar vigentes, entre 1853 y 1855. Al mismo tiempo, la tierra se convirtió en uno de los puntos más importantes de la agenda de los gobernantes de entonces. Estos pensaban que la privatización de la propiedad impulsaría la integración social que requería la construcción del estado moderno. Con ese fin dictaron una serie de leyes que señalaban los baldíos como propiedad de la nación. Éstas tuvieron un impacto negativo entre los indios, en la medida que muchas de las tierras de comunidad, al carecer de títulos, entraban directamente en esa categoría. En Oaxaca y México, las autoridades departamentales y locales pudieron frenar la aplicación de tales disposiciones. En 1856, sin embargo, la ley de desamortización de fincas rústicas y urbanas propiedad de las corporaciones religiosas y civiles daría inicio al fin de los pueblos de indios de esos estados, en tanto comunidades políticas antiguas. En Yucatán, en cambio; coronó un proceso de desarticulación que se había iniciado cerca de medio siglo antes.

Las diferentes trayectorias seguidas por los pueblos de indios en la historia mexicana de la primera mitad del siglo XIX demuestran, sensu stricto, la ausencia de modernidad en la política. Las instituciones representativas no se erigían sobre un individuo ya fuera real o imaginario —premisa insoslayable de la modernidad. Por el contrario, eran tributarias de una cultura corporativa de antiguo régimen. Al mismo tiempo, esa experiencia supuso el mantenimiento de viejas costumbres y se limitó, mayormente, al ámbito local. En el escenario republicano, el objetivo de la preservación del grupo, que hacía posible el acceso privilegiado a la tierra, tenía mayores posibilidades de ser alcanzado en las unidades de gobierno más pequeñas. El éxito de la empresa dependió de la presencia de una tradición de cooperación entre los indios y no indios de la parroquia. Eso es lo que demuestran las experiencias de Oaxaca y México frente a la de Yucatán. Tales imaginarios y referentes para el comportamiento frente al poder también incidieron en el tipo de estructuración que recibió el nuevo gobierno local. En Oaxaca, supuso la coexistencia entre ayuntamientos no indígenas y repúblicas, que desplegaban las mismas funciones, por separado. En el estado de México, por el contrario; la incorporación de estas últimas a los primeros. En ambos casos, los acontecimientos que tuvieron lugar bajo el centralismo sugieren que la legitimidad de la autoridad dependió menos del ejercicio del voto y más de que los no indios compartieran las demandas de los pueblos. La contribución de la experiencia gaditana fue de esencial importancia para el funcionamiento del federalismo. Desde entonces, y durante casi medio siglo, proveyó el modelo a seguir en la incursión de las mayorías en un espacio político cuya novedad radicaba, sobre todo, en la vinculación que establecía entre ellas, los criollos y mestizos de las localidades, y las élites provinciales.

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[1] Arts. 1 y 2, tít. I, sección única, “De la nación mexicana, su territorio y religión”; arts. 18-19, tít. I, “Disposiciones generales”, cap. II, “De los naturales y ciudadanos del Estado”, en Constitución de los Estados Unidos Mexicanos. Régimen constitucional 1824 (México: Porrúa, 1998), edición facsimilar, 1:  35, 106-107.

[2] Art. i, cap. I, “Bases para la formación de ayuntamientos. Decreto de nueve de febrero de 1825 para la organización de ayuntamientos del Estado”, en Colección de decretos y órdenes del congreso constituyente del estado libre y soberano de México (Toluca: J. Quijano, 1848), 1: 44. «El cura de Tlalnepantla Quautenco (Chalco), se queja del ayuntamiento porque exige de los vecinos un peso de arrendamiento por cada solar, 1828», Archivo del Ayuntamiento de Texcoco (AATEX), c. s/n, 1828-1829, exp. 45; AATEX, c. s/n, años 1831-1832-1833, exp. 5; Acta del cabildo del treinta y uno de enero de 1831, Archivo del Ayuntamiento de Santa Cruz Tecamac (AAT), Actas de Cabildo, c. 1, exp. 2; Acta del cabildo del treinta y uno de enero de 1831, AAT, Actas de Cabildo, c. 1, exp. 2; aat, Justicia, c. 1, exp. 6; AAT, Actas de Cabildo, c. 1, exp. 6.

[3] Arts. 8-11, cap. I, “Bases para la formación de ayuntamientos”, 1: 45.

[4] Arts. 24 y 29, cap. IV, “Bases para la formación de ayuntamientos”, 1: 46-47.

[5] Decreto del 23 de agosto de 1826; tít. II, Poder Legislativo, cap. VI, «De las elecciones de Diputados, de la Constitución Política del Estado Libre de México»; Decreto del 15 de febrero de 1827; Decreto del 12 de julio de 1830, en Colección de decretos y órdenes, 13-19; 90-94; 94-96; 113-117; 130-138; 159-169.

[6] Sobre la participación de los indios del ayuntamiento de San Ángel en los procesos electorales del Primer Federalismo, ver los cuadros que aparecen en Guarisco, Los indios del valle de México, 252-253.

[7] Queja de los síndicos procuradores del Ayuntamiento de San Ángel, sobre que las mayordomías de los santos de aquella feligresía rindan cuentas de los intereses que han administrado, 1825, AATEX, c. s/n, 1825, exp. 19; Acta del cabildo del dieciséis de marzo de 1829, AAT, Actas de Cabildo, c. 1, exp. 1; Acta de cabildo del dos de agosto de 1828, AAT, Actas de Cabildo, c. 1, exp. 1; Actas de cabildo del 22 de junio y del diez de agosto de 1829, AAT, Actas de Cabildo, c. 1, exp. 1; Acta del cabildo del tres de agosto de 1829, AAT, Actas de Cabildo, c. 1, exp. 1

[8] Caplan, Indigenous Citizens, 66-72, 107-115.

[9] Carmen Salinas, Política y sociedad en los municipios del Estado de México (1825-1880) (México: El Colegio Mexiquense, 1996), 95.

[10] Kaplan, Indigenous Citizens, 89-98, 115-120.

[11] Carmen Salinas, Los municipios en la formación del Estado de México, 1824-1846 (México: El Colegio Mexiquense, 2001), 173-174,195, 209-210, 213-215.

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