por Pedro Salmerón Sanginés *
La historiografía sobre las guerras que la nación apache sostuvo contra el imperio español (c. 1760-1821) y contra la nación mexicana (c. 1831-1885) se ha centrado en la manera en que españoles y mexicanos planearon esa guerra, en las instituciones que construyeron y en la cultura emanada de ella. Unas pocas crónicas militares complementan esos estudios pero, a pesar de que la guerra contra los nómadas fue el elemento central de la vida del norte de la Nueva España, la guerra propiamente dicha, es decir los aspectos militares de la misma, se conocen muy escasamente. Además, así como no hay versiones indígenas de la larga guerra del Yaqui, prácticamente no existen testimonios apaches. Estos vacíos en el conocimiento de nuestra historia han tenido consecuencias funestas: la larga guerra contra los nómadas, la lenta y epidérmica ocupación del septentrión de la Nueva España, sus consecuencias más evidentes —como el vacío demográfico y la fragilidad de sus instituciones—, son temas que brillan por su ausencia en los libros de texto y en casi todos los compendios de historia nacional. También están ausentes aspectos que me dan pretexto para escribir de esto en nuestro blog: la comprensión de la guerra como cultura, como forma de vida; el carácter genocida de esta guerra y la recurrencia de la violencia en nuestro país.
¿Guerra como cultura? Trataré de explicarlo brevemente. La política diseñada en la corte de Carlos III, e instrumentada en la frontera novohispana por Teodoro de Croix, parte de la gran preocupación por el estado propia del mercantilismo, el establecimiento de fronteras fijas y la defensa del territorio constreñido por dichas fronteras. La expansión de la frontera de los siglos XVI y XVII había seguido otras líneas, más atentas a la conversión religiosa y el aseguramiento de las rutas de la plata que al estado y al control territorial.
Si la concepción territorial del imperio español era muy distinta a la de los apaches, la idea de la guerra que trataron de imponer los gobernantes mexicanos en el siglo XIX era aún más diferente. Inmersos en el paradigma militar construido durante las guerras revolucionarias y napoleónicas (1792-1815), que después sistematizó Karl von Clausewitz, los estados decimonónicos añadían al sentido de la territorialidad la concepción de la guerra como continuación de la política y, sobre todo, la idea de la guerra total. Como pensador hegeliano, Clausewitz estaba convencido de haber descubierto la naturaleza intrínseca y fundamental de la guerra, su esencia, sus leyes inmutables y sus determinaciones, sobre las que construiría la teoría de que el encauzamiento de la voluntad popular hacia fines estratégicos provocaría el acercamiento de la “guerra real” a la “guerra verdadera”, fundando en ello su convicción de que la guerra en definitiva era un acto político. Esta concepción fue adoptada por los militares mexicanos en el periodo de las dos grandes invasiones extranjeras de la época (la estadounidense de 1846-1848 y la francesa, de 1862-1867) y desde la década de 1860 fue infiltrándose en la concepción que de la guerra tenían los hombres de los pueblos mexicanos que lucharon contra la apachería.
¿Cuáles son las líneas principales de este pensamiento? La concepción de la guerra como acto de violencia para imponer la voluntad, mediante el máximo despliegue de fuerzas, lo que implicaba la total fuerza política, económica y militar de un estado. Los objetivos de este despliegue de fuerza eran políticos en última instancia. Y sólo hay un medio para lograr el sometimiento del enemigo: el combate. Para Clausewitz, todo en la guerra debía supeditarse al encuentro armado, la batalla, cuyo objetivo es la destrucción de las fuerzas militares del enemigo; entre mayores esfuerzos se hagan en el encuentro, mayor su importancia.
La mayoría de los historiadores militares, incluidos los pocos que, en Estados Unidos y en México, se han acercado a la guerra apache, comparten el paradigma clausewitziano y pocos han caído en cuenta que la teoría de la guerra del pensador prusiano correspondía a los estados modernos, pero no a sociedades no estatales, como la apache o —incluso— como la de los pueblos de Chihuahua, Sonora y Coahuila. Clausewitz vivió unas guerras brutales que fueron, efectivamente, continuación de la política y, además, no disponía de textos que lo orientasen respecto a la importancia de los factores culturales en las relaciones humanas. Los métodos de la historia comparada o la antropología de la cultura no existían en su tiempo; pero sí existen en el nuestro.

Las ideas sobre la guerra como algo más que política se inician con las infinitas discusiones sobre la naturaleza humana y la natural agresividad del hombre, que los historiadores relativistas rechazamos pero que han ejercido enorme influencia en el desarrollo de la ciencia del siglo XX. Freud desarrolló la teoría del “impulso de muerte”, basada en la certeza de que el hombre lleva en sí un ansia de odio y destrucción que, junto con las tesis de la “agresión de grupo”, influyeron notablemente a la antropología: Konrad Lorenz, Robert Audrey, Robin Fox y Lionl Tigger partieron de las tesis freudianas para proponer algunos de los modelos y conceptos claves de la antropología y el comportamiento humano y animal, aunque la mayoría de los antropólogos contemporáneos a ellos rechazó sus tesis.
Dos de los fundadores de la etnografía, Latifau y Demeunier, habían argumentado en el siglo XVIII que la guerra era una característica inherente a las sociedades que estudiaban (fundamentalmente, indígenas norteamericanos, algunos de los cuales tenían parte, justo entonces, en el desplazamiento de los apaches desde el corazón de las llanuras hacia las fronteras de la Nueva España). Sus descripciones de lo que llamaron “guerra primitiva” siguen siendo valiosas. Y si bien durante el siglo XIX, a lo largo del debate “naturaleza contra formación”, la guerra fue descartada como objeto de estudio, lo que fue un triunfo de la escuela partidaria de la “formación”, algunos estudiosos de la escuela naturalista, conocidos después como darwinistas sociales, mantuvieron su apego al concepto de lucha como medio de progreso. Tras un brevísimo dominio de los darwinistas se impusieron escuelas que volvían a rechazar el estudio de la guerra y la violencia como factores decisivos en la formación de las sociedades humanas, escuelas como el determinismo cultural cultivado por Franz Boas, Ruth Benedict y Margaret Mead y el funcionalismo estructural, así denominado a raíz de los trabajos de Bronislaw Malinowski, que abrió un ríspido debate sobre los dos conceptos que para muchos eran contrapuestos y que desembocó en Lévi-Strauss, quien pareció demostrar que la estructura pareciese mucho más importante que la función. Lévi-Strauss afirmó que en las sociedades primitivas había un tabú contra el incesto apoyado por el mito, por lo que dichas sociedades se adaptaban al tabú estableciendo mecanismos de intercambio en los que las mujeres eran el bien de mayor valor. Estos sistemas allanaban los rencores y resentimientos y el tabú contra el incesto permitía mantener la estabilidad de las sociedades.
Se había llegado a un momento de la antropología en que las explicaciones sobre la estabilidad y autosuficiencia de las sociedades prevalecían sobre cualquier otro acercamiento o enfoque. Los antropólogos sabían que los conflictos a causa de las mujeres eran el principal motivo de desavenencia entre los pueblos primitivos pero no aplicaban al estudio de su consecuencia, la guerra.
Hacia 1949 pareció empezar a revertirse el rechazo de antropólogos y etnógrafos a estudiar la guerra, cuando Harry Turney-High publicó La guerra primitiva, donde su propia experiencia como soldado de caballería le mostró lo poco acertado que era casi todo lo que los antropólogos habían escrito sobre la guerra. Turney-High estaba decidido a hacer que los antropólogos comprendieran las facetas más terribles de los pueblos que estudiaban y que las armas que portaban en las vistosas ceremonias tan estudiadas por los estructuralistas tenían como primer y verdadero propósito desgarrar la carne y romper los huesos. Argumentó también que la ruptura de los mecanismos de intercambio tenían terribles efectos que acababan con el “perpetuo equilibrio” de los sistemas de parentesco. Las tesis de Turney-High iban más allá de la mera provocación, al postular que los antropólogos y etnólogos estudiaban sociedades que vivían “por debajo del horizonte militar” y que sólo cuando abandonaban ese horizonte (porque estaba dispuesto a aceptar que había sociedades a las que, si no se molestaba, podían adoptar la vida feliz y pacífica de las sociedades retratadas la mayoría de los deterministas y los estructuralistas) podían acceder a la modernidad. Sólo cuando una sociedad pasaba de la guerra primitiva a la guerra real (entendida en sentido clausewitziano) podía surgir el estado y sólo entonces se podía elegir la forma que ese estado podía adquirir.
El trabajo de Turney-High fue ignorado durante años por los antropólogos, hasta que el mismo horizonte cultural de Estados Unidos en los años sesenta —la oposición a la guerra de Vietnam y a la carrera nuclear— le dio nuevo impulso al estudio sobre la guerra. A partir de entonces los estudios sobre la guerra primitiva, las razones de la guerra y el origen de la misma han crecido en cantidad y calidad. Es bajo esa nueva luz que los estudiosos mexicanos fueron abandonando paulatinamente las visiones idealizadas de mediados del siglo XX sobre las sociedades prehispánicas, para revisar el estado de violencia institucionalizada propio del posclásico mesoamericano y algunas de las formas culturales de la violencia en oasisamérica y aridoamérica. Sin embargo, es sorprendente la desproporción entre los estudios de las guerras anteriores a la independencia de México —de las que se podía suponer que eran aún guerras coloniales, o guerras decididas por la corona española— y las que con igual o mayor crueldad libró la naciente nación mexicana contra las etnias “rebeldes” del septentrión.
Aún no terminamos de comprender el carácter cultural de la guerra en sociedades de transición entre la guerra primitiva y la guerra moderna, que busca, a través del combate, la obtención de objetivos racionalizados, y la guerra que estas sociedades mantienen en los frágiles límites de los estados modernos, haciendo suyos numerosos elementos bélicos de éstos, no sólo materiales (en el caso de los apaches, además de dominar el uso del mosquete o el fusil de ánima lisa o, en las etapas finales, la carabina rayada, también las tácticas de la caballería ligera de los ejércitos modernos).
Según John Keegan, ninguna de las pautas guerreras que los antropólogos han analizado para otras sociedades se adaptan a los jinetes de la estepa, ya sean los escitas, magyares y mongoles que durante tres mil años asolaron las comarcas civilizadas vecinas, o los indígenas de las llanuras de norte y sur América que lo hicieron durante tres o cuatrocientos años. Desde luego, la suya no era una guerra primitiva, pues no luchaban de acuerdo con preceptos rituales, sino para destruir al enemigo, para ganar, por lo que no encajan en las habituales explicaciones basadas en querellas de parentesco o ceremoniales. La territorialidad tampoco parece un criterio adecuado, aunque sin duda las naciones nómadas tenían apego a los pastos. Para los nómadas de las estepas asiáticas contamos con la tesis de William MacNeill sobre las bruscas oscilaciones climáticas que obligaban a los nómadas a buscar periódicamente otros espacios para sobrevivir, pero cuando esos pueblos aprendieron a combatir las hambrunas periódicas siguieron asolando las fronteras de las civilizaciones agrícolas. Sobre la persistencia bélica de las naciones de las llanuras americanas se conoce aún menos. Sobre la continuidad de la violencia en las regiones por ellos asoladas (y regadas por su sangre, derramada por los mexicanos), esa “longuitud de guerra” como la llamo Fernando Jordán, no conocemos casi nada.
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