por Halina Gutiérrez Mariscal *
Al analizar lo sorpresivo que fue el surgimiento del movimiento #YoSoy132 salieron a flote algunas reflexiones que comparto con nuestros lectores.
Si bien sabemos por experiencia que estudiar el pasado no permite predecir el curso de los acontecimientos, el temor de nuestra especie a lo impredecible del futuro, la ilusión de control sobre el entorno y la inclinación a tomar acción ante determinadas situaciones, parecen mermar el aprendizaje que sí podríamos obtener de las experiencias pasadas.

¿Cuál es el punto? En medio de un régimen que se autodenomina democrático, en donde prometer mejores resultados que las administraciones previas —y tener propuestas más ambiciosas que los oponentes políticos— parece ser la mejor jugada, el costo que a largo plazo tiene contener las fluctuaciones y maquillar los descalabros de los sistemas económico y político suele ser un factor poco evaluado y, que sin embargo, a decir de lo que la experiencia nos ha enseñado en el pasado, podría darnos norte sobre la magnitud de las rupturas que se generen al interior de un sistema.
Con la persistente idea humana de que siempre es mejor actuar que quedarse inmóvil ante una coyuntura, en décadas recientes hemos visto cómo los regímenes que se incluyen entre las democracias (y quizá no sólo éstos, pero lo señalo como nuestro referente más familiar) implementan políticas públicas destinadas a contener, que no solucionar, los efectos de las fallas en el sistema mismo, enfocándose en síntomas y efectos de un modelo falible, cual si estos fuesen causas de la falla de dicho esquema.
La tendencia mencionada parece tener un resultado recurrente, que en México se hizo manifiesto, entre otras cosas, en la inesperada aparición de un movimiento con las características de #YoSoy132, pero que alrededor del mundo ha coincidido con una serie de movimientos antisistema que ponen de manifiesto las obstas de los modelos económicos o políticos vigentes.
Parecería que los regímenes actuales se han centrado en construir un ambiente de confianza, que no obstante es efímero, pues cubre y oculta las fluctuaciones y fragilidades que deberían permitirse salir a flote. ¿Qué podemos esperar de tan arriesgada medida? De coloquial que es, el ejemplo de una olla de presión resulta tan simple que no requiere explicaciones. Revoluciones que en el pasado estallaron, en medio de ambientes que para muchos espectadores generaban confianza —como la francesa, la mexicana y la rusa—, hicieron volar por los aires estructuras de suyo frágiles, minuciosamente ocultas bajo medidas de contención y cortinas de falsa estabilidad.
Quizá sería una mejor estrategia permitir las inevitables disrupciones de los modelos que llevar a la ciudadanía a sus límites, causando así “inesperadas” reacciones encaminadas a modificar las estructuras mismas de los esquemas establecidos.
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