por David F. Uriegas *
Ante la inesperada renuncia de Joseph Ratzinger, el mundo parece volcarse en un cierto tipo de angustia y expectación por las decisiones que se llevarán a cabo en el famoso cónclave en el Vaticano. Esta angustia y expectación, envueltas en un manto de anhelo y deseo, se aprecian entre las voces mediáticas mexicanas, pues, queramos o no, hay una preocupación histórica por las relaciones bilaterales que existen entre México y el Vaticano — relaciones que no se reducen a una simple praxis espiritual, sino también a una praxis política que se ve fuertemente influida por aquélla, y viceversa.

No debe sorprendernos: después de todo esta mancuerna ha sobrevivido por siglos en nuestro país a pesar de la fuerte política «liberal», y ha manifestado una influencia profunda en la manera en que, como país, hemos hecho política. Sin embargo, el hecho de que no nos deba sorprender no quiere decir que no debamos preocuparnos.
La figura papal no es una simple figura representativa y espiritual del complejo organismo que es la iglesia católica romana, sino que es líder de un país que naturalmente debe hacer política y que, además, quizá sea uno de los países con más «ciudadanos» en todo el mundo. Su manera de hacer política con otros países se ve necesariamente reflejada en los acuerdos o desacuerdos de los creyentes, vivan en el Vaticano o no.
“Nosotros[,] como gobierno mexicano[,] estaremos muy atentos, [y seremos] muy respetuosos; hay una gran comunidad católica en el mundo, [y] en nuestro país, […] por supuesto que nos interesa el tema. […] y, por supuesto, por muchas aristas que tiene este tema nos interesa y estaremos al tanto y a la determinación que se tome respecto a quién será el nuevo papa”, anunció Miguel A. Osorio Chong, encargado de la política interna mexicana (en una nota que puede verse aquí).
La preocupación, no radica (no del todo) en quién es el que será la cabeza de la iglesia más grande en el mundo, sino en quién será y cómo será el papa que vaya a hacer política durante los siguientes años. La estrechísima relación de la que se ha hablado durante siglos entre la iglesia y el estado, y las discusiones y debates que han sucedido entorno a ésta, no han cesado. Pese a que nuestro país no se encuentra en las mismas condiciones que la monarquía española, ambos presentan una contrariedad en sus lineamientos políticos; es decir, claman su ser liberales y, no obstante, dan tremenda cabida a la influencia de la iglesia católica. No es coincidencia. Podemos apostar a que si nuestro país fuese eminentemente musulmán, tendríamos una representación musulmana muy fuerte y, seguramente, no sólo tendría influencia sobre la praxis política de la sociedad, sino también sobre la política misma.
La expectación —a veces impaciente—, la imaginación que sucede en tiempos del cónclave, las decisiones que el camarlengo ha de tomar durante este periodo y el futuro de las naciones mayormente católicas, son una situación que no podemos pasar por alto, y mucho menos cuando existe una remota posibilidad de que el recién elegido papa sea un latinoamericano. Las implicaciones de este hecho, si llegase a suceder, no sólo serían de sumo interés, sino de suma importancia en la vida política e, inevitablemente, en la vida social de los mexicanos como entes católicos, de cultura católica o, simplemente, de convivencia entre católicos.
Quizá las consecuencias político-religiosas no lleguen a afectarnos directamente —sobre todo si no vivimos una experiencia religiosa constante—, pero el hecho es que las consecuencias de esta elección, nos afecten o no, devienen en hechos históricos que, a la larga, tienden a transformar nuestra visión sobre una diversidad de aspectos de la vida. Además, siendo acciones humanas conscientes en un tiempo y en un espacio, son hechos históricos que están relacionados con otros que pueden ser de más importancia según la perspectiva que decida tomarse.
* Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
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