Claudia Guarisco
“Se ha dicho a veces que en la América hispánica el estado había precedido a la nación. Mejor sería decir que las comunidades políticas antiguas —reinos y ciudades—precedieron tanto al estado como a la nación y que la gran tarea del siglo XIX para los triunfadores de las guerras de Independencia será construir primero el estado y luego, a partir de él, la nación —moderna”.[1] Con estas palabras, François Xavier Guerra apuntaba al hecho de que, en países como México, el discurso ilustrado de la modernidad estuvo lejos de ser una realidad durante la emancipación y primeras décadas del siglo XIX. La Nueva España de las postrimerías del virreinato no había creado una imagen de sí misma en la que apareciera integrada por un conjunto de hombres libres ni proyectado hacia el ámbito de la cultura política esa nueva ontología social. En ausencia de tales mutaciones en los referentes para la acción colectiva, las instituciones representativas distaron de construirse sobre el individuo, y la autoridad de legitimarse en una comunidad imaginada soberana.[2] En cambio, el viejo sentido de nación, que hacía referencia al conjunto de la monarquía ―donde el soberano y los reinos se mantenían unidos por la lealtad, el catolicismo y una común matriz institucional, aunque decantada de manera particular― se desplazó hacia el reino sin que, no obstante, se modificaran sus unidades constitutivas. Éstas siguieron siendo ciudades, provincias y estamentos.[3]
Los grandes actores del siglo XIX temprano fueron los españoles americanos de las capitales de las intendencias y sus cabildos. Ellos serían quienes se opondrían a los intentos del gobierno Borbón por alterar la concepción pactista y plural de la monarquía, a la cual eran afectos. También asumirían la voz de los territorios durante la ausencia del monarca, entre 1808 y 1814; más tarde; en 1821, se sumarían al proyecto autonomista de Agustín de Iturbide, después de que fracasaran los esfuerzos por obtener la igualdad en la representación del reino ante las recién creadas Cortes de Madrid. También serán las elites provinciales las que se harán cargo del gobierno de los estados y departamentos del México independiente. La victoria de la provincia y del estamento en la política no impidió, sin embargo, la formación de una “clase cultural”, dotada de una sensibilidad común, con un mismo aprecio de lo útil y una misma creencia en el progreso.[4] Ésta afloró en las sociabilidades individuales, voluntarias, familiares y de amistad de los salones, sociedades económicas de amigos del país, fondas y cafés de finales del siglo XVIII.[5] El carácter híbrido y urbano de esas redes ―eran los criollos y mestizos de villas y ciudades entre quienes principalmente se dieron― inhibió, no obstante, su transmutación de fenómeno privado a público; su conversión en nación, propiamente tal. La mayor parte de la población, perteneciente al ámbito rural e indígena, y asentada en pueblos particulares a su estamento, desarrolló sus propios patrones de interacción respecto a los españoles —peninsulares y criollos— y mestizos que la rodeaban.

Los pueblos de indios eran pequeñas corporaciones compuestas de familias dedicadas a las labores del campo, que se distribuían sobre un territorio no siempre delimitado de manera precisa. Cierto número de pueblos se hallaban bajo el cuidado de un cura párroco, conjuntamente con el personal de las haciendas aledañas. Cada uno de ellos también contaba con su propio órgano de gobierno: el cabildo o república, con autoridad en asuntos menores de hacienda, policía y justicia. Los oficios de república se asignaban a través del voto público de los indios principales o notables, apelando a valores como la experiencia y la vocación de servicio. Una de las funciones más importantes desempeñadas por gobernadores y alcaldes era la de administrar los bienes de comunidad ―tierras de labrantía, pastos y aguas―, cuyo producto se dirigía principalmente al sostenimiento de los rituales católicos que alimentaban la identidad del grupo. Las tierras de repartimiento, en cambio, eran distribuidas por los funcionarios reales de partido entre los indios tributarios, con el fin de que pudieran sostener a sus dependientes. Los pueblos de indios, finalmente, no siempre estuvieron compuestos solamente por los miembros de ese estrato, sino que incorporaron, en mayor o menor medida, a españoles y mestizos dedicados a la agricultura, el comercio y los oficios.
En la Intendencia de Oaxaca, por ejemplo, la tenue presencia no indígena incidió en la existencia de una poderosa tradición que sancionaba la unidad del pueblo, así como la libertad en las elecciones y en la administración de los bienes de comunidad. Al mismo tiempo, promovía la cooperación con los españoles de la región, dedicados a la exportación de la cochinilla y del algodón que se producía al interior de los pueblos.[6] En Yucatán, por el contrario, los vínculos entre los indios y los numerosos miembros del estamento español y de las castas residentes en la provincia eran de conflicto, en la medida que los estos últimos pugnaban por expandir sus fincas a costa del trabajo y las tierras de los primeros.[7] Mientras tanto, en el centro de la intendencia de México, las sociabilidades híbridas del mundo hispánico de la ilustración se expresaron anticipadamente en prácticas ancestrales como el mercado local o tianguis. En él, los indios interactuaron cotidianamente con los no indios durante casi tres siglos. Al hacerlo, dieron origen a imaginarios en los que formaban parte de una misma y pequeña comunidad jerárquica, en cuyo ápice se encontraban mestizos y españoles, y en la base; los pueblos. La comunidad halló su concreción en organizaciones locales de carácter económico, religioso y bélico, como las juntas de comerciantes, de fábrica y de guerra. El objetivo de la junta de comerciantes era evitar los excesos en el cobro de los derechos de piso. El impuesto consistía en una contribución recabada por las autoridades reales, a cambio de permitir que los vendedores colocaran sus canastos y toldos en las plazas. La participación de los indios en la junta de comerciantes se llevó a cabo a través de sus gobernadores y alcaldes, mientras que los mestizos y españoles lo hicieron directamente; de manera individual. Lo mismo aconteció en las juntas de fábrica y en las de guerra.
Hasta bien entrado el siglo XVIII, la legislación indiana había dispuesto que la reparación y construcción de las iglesias parroquiales se financiara con una parte de lo recaudado por concepto de tributos, limosnas y el trabajo de la población nativa. La real Hacienda contribuía también con una parte del gasto, lo mismo que los encomenderos, donde aún existían. En 1798, sin embargo, la monarquía sintetizó en una sola “regla fija” las diversas disposiciones que, después de 1681, se habían emitido en torno a la materia. Entonces se determinó que Hacienda contribuyera por una sola vez con la tercera parte del gasto. Asimismo, se declaró por fondo de fábricas los derechos de sepulturas y capillos, y limosnas. Finalmente, se mandó que los indios, mestizos y españoles de los pueblos proveyeran dinero o fuerza de trabajo, lo cual hicieron activamente desde las juntas de fábrica. El impulso que las autoridades virreinales dieron a estas asambleas fue dirigido también hacia las juntas patrióticas del siglo XIX temprano. Éstas nacieron en 1811, como órganos de gobierno de las milicias, en las cuales los indios, a pesar de estar dispensados por las leyes, fueron llamados a participar. Se trató de asociaciones dirigidas, sobre todo, a fijar las contribuciones necesarias para su establecimiento y funcionamiento.[8]
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[1] François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias: Ensayos sobre las revoluciones hispánicas (México: Fondo de Cultura Económica, 2000), 350.
[2] Guerra, Modernidad e independencias, 87, 322. El término comunidad imaginada es similar al de nación moderna; ver Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (México: Fondo de Cultura Económica, 1997).
[3] Guerra, Modernidad e independencias, 325-326, 336.
[4] Guerra, Modernidad e independencias, 101
[5] Guerra, Modernidad e independencias, 99, 101, 92.
[6] Karen D. Caplan, Indigenous Citizens: Local Liberalism in Early National Oaxaca and Yucatán (Stanford: Stanford University Press, 2010), 20-26.
[7] Caplan, Indigenous Citizens, 26-30.
[8] Para una descripción detallada de las juntas de comerciantes, fábrica y de guerra, ver Claudia Guarisco, Los indios del valle de México y la construcción de una nueva sociabilidad política, 1770-1835 (México: El Colegio Mexiquense, 2003), 101-124, 151-170.
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