por Octavio Spíndola Zago *
“En este planeta, todos dependemos el uno del otro, y nada de lo que hagamos o dejemos de hacer es ajeno al destino de los demás. Desde el punto de vista ético, eso nos hace a todos responsables por cada uno de nosotros. La responsabilidad ‘está ahí’, firmemente colocada en su lugar por la red de interdependencia global”, afirma Zygmunt Bauman en La sociedad sitiada (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, [2002] 2004), 28. El fin último de la filosofía de la historia kantiana parece haber llegado: la ciudadanía universal y la vecindad esférica. Nuestro planeta es ahora nuestra única frontera.
Sin embargo, nuestras sociedades han optado por la negación de toda responsabilidad en la decadencia moral de sus miembros. Preferimos culpar a la técnica y las redes sociales antes que a nosotros mismos por no capacitarnos en el uso pertinente, democrático, de aquello que Walter Benjamin llamara “el potencial emancipador de la tecnología”. Las colectividades se deslindan de la delincuencia y encubren los delitos que se comenten día con día, como se ha denunciado con el tema de los feminicidios o los crímenes del narcoestado en el caso de la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa.
La sistemática violencia que ejerce el estado mexicano, que a cada momento entrega en bandeja de plata más de sus facultades constitucionales y fundacionales a las fuerzas del mercado y a los poderes fácticos, no deja de sorprender macabramente a quienes buscamos herramientas teóricas y evidencia empírica para creer en alguna esperanza democrática para el futuro-no-tan-lejano. Ahora el Senado da un nuevo golpe de timón: el pasado 29 de abril entregó a las fuerzas armadas poderes plenipotenciarios que nos acercan a un nada descabellado “estado de excepción”, a través de la reforma al código de justicia militar. Hay que recordar que, en 1994, Carlos Salinas de Gortari realizó numerosas modificaciones a la legislación castrense para permitirle la intervención armada directa, camino que fue seguido en 2007 por Felipe Calderón en su afán de militarizar el territorio mexicano.
El uso de las fuerzas armadas no es la cuestión en el tema de la crisis de seguridad que padece nuestro país (desde su entrada triunfal al neoliberalismo global). El sistema carcelario es un elemento perdido-podrido: se ha disipado la proporción de la punibilidad (el castigo conforme al daño), así como la diferenciación en el trato de los procesados y los sentenciados; el ambiente general es el de una irracionalidad alentada por el clima del terror en el marco de la guerra civil —como denomina José Paoli al conflicto mexicano— en la que estamos insertos. La sociedad, el gobierno y hasta la mano invisible de Smith esperan que los recintos carcelarios resuelvan todos los problemas sociales. La falla de nuestro sistema legislativo, además de estar conformado por sátrapas, chapulines y variopintos, radica en la incapacidad de asumir sus deberes históricos, como una reforma integral en materia de impartición de justicia. Es preciso considerar, como afirma Miguel Carbonell, que el sistema penal inicia con la prevención del delito, continúa con la investigación criminológica de los que han recibido sentencia acusatoria, y concluye con una administración de justicia eficiente y un sistema de imposición de sanciones eficaz.
Con la reforma constitucional penal de 2008, el estado buscó garantizar los derechos humanos en las cárceles y mejorar las circunstancias de reinserción social con la capacitación para el trabajo, el deporte, la promoción de la salud y capacitando jueces de ejecución. Pero a la par de tan ambiciosas y positivas metas (que siguen sin cumplirse), se multiplicaron las penas y se encarcelaron a más individuos por delitos contra la salud.
La corrupción y el autogobierno que imperan en los centros penitenciarios pueden entenderse como respuesta ante la desatención en el financiamiento a los espacios carcelarios, la crisis de sobrepoblación, los custodios incapacitados y las condiciones infrahumanas en la que viven los internos. Todo ello regresa transgresoramente a la sociedad en forma de criminales (o inocentes ahora cegados por la venganza) más violentos, transforma los Ceresos en centros de inteligencia criminal cuyas redes se extienden más allá de sus muros. Advierte Juan Velásquez que la criminalización de la pobreza ha conducido al incremento de delincuentes en las calles de las colonias populares y las residencias.
La nueva ley de ejecucción penal, en tanto, abre camino para que las personas detenidas por robos de hambre, así como quienes cometieron el delito de posesión, sin fines de comercio o suministro, de mariguana (previsto en el artículo 477 de la ley general de Salud), puedan salir de la cárcel. Pero también proscribe el tratamiento psicosocial y reduce la prisión al mero encierro y al aislamiento con estándares de “vida digna” —sea lo que sea que eso signifique en espacios donde ni siquiera hay condiciones mínimas de salubridad.
El fenómeno se antoja complejísimo. Por una parte, el discurso imperante señala a los criminales como la basura orgánica que debe ser aislada, evadiendo la responsabilidad del modelo económico. Por la otra, las penas caen encima no sólo de los internos sino también de los familiares de los presos e incluso de los abogados, encareciendo la vida por las cuotas que se cobran al interior de las prisiones y la extorsión a la que son sometidos los acusados.
Somos seres individuales que rechazan cualquier vínculo de solidaridad serio; nos negamos a aceptar la máxima de que todos compartimos el espacio mundial y las redes de interconexión nos atan más allá de que lo queramos aceptar y asumir. Hemos optado por abandonarnos a nuestra suerte protegiéndonos con la ficción de que “a mí nunca va a pasarme”.
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