por Luis Fernando Granados *

Acaso lo más triste —e irritante— de los “infiernos públicos” a los que se refirió Bernardo Ibarrola en su magnífico texto del lunes pasado es que, en más de un sentido, estos ha sido producidos por un régimen que se proclama de izquierda y que por lo tanto, al menos en teoría, debería estar especialmente interesado en contener la grosera desigualdad de goces y oportunidades que se vive en la capital de la república. No pienso sólo en los actos del actual delegado de Coyoacán ni en los de su egregio antecesor, Mauricio el Gasolinero Toledo. Escribo “régimen” con toda intención: porque tanto el desarreglo del mercado inmobiliario como la crisis del transporte urbano están íntimamente relacionados con el orden político e institucional que establecimos en la ciudad de México a partir de 1997 —y que hasta ahora, además, ha sido motivo de orgullo para la mayoría de los chilangos.

Detengámonos por lo pronto en el asunto de la circulación de las personas y las cosas. (Mientras llega el turno de lo inmobiliario, pensemos en el Centro Histórico y en el afresamiento de la colonia Roma.) La marginación de los peatones y del transporte público en el arreglo urbanístico del centro comercial Oasis Coyoacán se encuentra repetido en la mayoría de las obras viales que construye el gobierno del Distrito Federal: en el cruce de Insurgentes y Río Mixcoac como en la esquina de Tlalpan con Río Churubusco, en la ampliación de las autopistas México-Puebla y México-Toluca como en el viaducto elevado que conectará el Periférico con la autopista México-Cuernavaca, los automóviles particulares son, serán, los principales y casi únicos beneficiados. Algo semejante puede decirse incluso de las obras que en apariencia buscan limitar la hegemonía automotriz: el proyecto del segundo piso de Chapultepec —tan bien analizado por Rodrigo Díaz en Pedestre— es un buen ejemplo de la poca importancia que le se reconoce a los caminantes y a quienes se desplazan en transporte público.

La red de Metrobús podría ponerse como ejemplo del interés gubernamental por resolver el problema de la movilidad en la mitad meridional de la ciudad de México “realmente existente”. Como sabemos, el Metrobús ha sido la niña de los ojos de los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador, Marcelo Ebrard y Miguel Ángel Mancera, y es cierto que ha contribuido a agilizar la circulación en algunas zonas y horas. Pero el Metrobús sirve apenas a unas 900 mil personas al día, lo que es a todas luces insuficiente —incluso si se incluyeran los pasajeros del Mexibús (pero no tengo los datos)— para un “sistema” urbano que hace 15 años producía ya unos 21 millones de pasajeros cada día y que hoy debe producir muchos más. La saturación de sus líneas, el alto precio del viaje y la imposibilidad de conectar sin costo con cualquiera de las otras redes de transporte público no hacen sino acentuar el carácter decorativo del Metrobús. Y otro tanto ocurre con el resto de los organismos públicos de transporte colectivo: aunque valiosas —como que son lo poco que nos queda de una época menos cruel—, las rutas de la Red de Transporte de Pasajeros y del Servicio de Transporte Eléctrico del Distrito Federal no contribuyen de manera significativa al desplazamiento cotidiano de los capitalinos.

El problema, por supuesto, es que la mayor parte de los habitantes de la ciudad de México viaja en pesero (combi o microbús o camión): más del 60 por ciento de todos los pasajeros, de acuerdo con este estudio del Fideicomiso para el Mejoramiento de las Vías de Comunicación del Distrito Federal, que además indica que ese porcentaje no ha hecho sino aumentar en las últimas décadas. (Por cierto, el total sobre el que se calculó ese porcentaje incluye a quienes viajan en automóvil.) Y ya sabemos lo que eso significa: líneas enredosas y redundantes de microbuses viejos y en pésimo estado, manejados por choferes ineptos, prepotentes e irresponsables, que en general trabajan a destajo y carecen de cualquier tipo de protección laboral; pero sobre todo el maltrato y el riesgo, la humillación cotidiana de viajar en vehículos incómodos, ruidosos y contaminantes que no se mueven porque están “esperando pasaje”, que no conocen límite de velocidad cuando el conductor quiere ganarle al compañero, que enfrenan con violencia y se zangolotean cada vez que arrancan y se detienen, que embisten impunemente a peatones y automóviles. Etcétera, etcétera. Aquí es donde la crisis del transporte público se revela sistémica: porque ninguno de los gobiernos capitalinos desde 1997 se ha propuesto corregir de raíz el caos organizativo y la pobrísima dotación de las rutas de peseros y microbuses, no se diga enmendar el pésimo entrenamiento y las condiciones laborales de sus trabajadores.

¿En qué momento se olvidaron —Cuauhtémoc, Andrés Manuel— de que acabar con el “pulpo camionero” era una vieja demanda de la izquierda de la ciudad de México? ¿En qué momento y por qué motivos —Andrés Manuel, Ebrard— prefirieron establecer joint ventures con compañías privadas como las que operan el Metrobús o las llamadas “autopistas urbanas”? ¿Cómo es que ni siquiera han sido capaces —Andrés Manuel, Ebrard, Macera— de multiplicar más allá de un puñado de calles el principio del “carril confinado” del Metrobús para regular y a la vez hacer más “competitiva” la circulación de microbuses y taxis? (La gran ironía respecto de esta posibilidad —que desde mi ignorancia podría materializarse con unos cuantos bolardos y un poco de coerción policiaca, y que mejoraría notablemente los tiempos de viaje en la ciudad— es que los pavimentos de decenas de calles contemplan ya, y desde finales de los años setenta, la separación de carriles exclusivos para el transporte público.)

Municipalizar todo el transporte público resulta sin duda una herejía para los creyentes del libre mercado (siempre, claro, que no se trate del transporte público de Nueva York o de París, donde el monopolio estatal hace mucho que dejó de ser cuestionado). Lo que se extraña es que los gobiernos perredistas de la ciudad de México, tan dados a afirmar que gobiernan para los más necesitados, para la gente, hayan sido tan rotundamente omisos ante el desmadre colosal que producen los peseros, tan pasivamente cómplices de los dueños de los micros y de sus agresivos empleados. La inacción de los gobiernos del DF en esta materia es todavía más lamentable porque ha terminado por borrar las diferencias con la otra mitad de la ciudad de México: salvo porque el Mexibús y los camiones del estado de México son más caros —y porque la violencia es mayor del lado que gobierna Eruviel Ávila y antes gobernó… bueno, ya saben quién—, los principios de economía política urbana son fundamentalmente los mismos. Desde hace una veintena de años, en efecto, en las dos mitades de la ciudad de México se ignora y se violenta el derecho al transporte digno, eficiente y barato.

Hace veinte años, en Tlahuac: otra forma de transportarse
Hace veinte años, en Tlahuac: otra forma de transportarse

Hay modo de fechar el inicio de la catástrofe: desde el 8 de abril, 1995, o sea desde el día en que el gobierno de Óscar Espinosa Villareal declaró la quiebra de Ruta 100, el organismo público que de hecho monopolizaba en el DF el servicio de transporte público en autobuses. Con la misma elegancia que Felipe Calderón emplearía más tarde contra Luz y Fuerza del Centro, el último regente de la ciudad adujo entonces que la compañía era financieramente inviable. Pero no era un secreto para nadie —como más tarde en el caso de Luz y Fuerza del Centro— que el verdadero propósito de quebrar a Ruta 100 era destruir a su sindicato; un sindicato grande y poderoso, relativamente autónomo y relativamente auténtico, que en algún momento se había atrevido incluso a estallar una huelga contra el gobierno del Distrito Federal. Ya porque la crisis económica se encontraba en su apogeo, ya porque el despliegue de fuerza política, mediática y militar consiguió su propósito intimidatorio, la reacción social ante la destrucción de Ruta 100 fue más bien tibia. (Hoy sabemos que fue suicida.)  Los líderes del sindicato fueron a la cárcel, la empresa fue fragmentada y sus pedazos privatizados. Y renació así el “pulpo camionero”, la mafia político-empresarial que hasta 1981 había controlado el transporte público de pasajeros. Y comenzamos otra vez a tener que viajar en combis, micros y autobuses que están muy lejos de prestar el servicio que la ciudad requiere; combis, micro y autobuses que no nos merecemos.

En cambio, los años en que Ruta 100 operó las líneas de autobuses en la ciudad de México han sido los mejores en la historia del transporte público capitalino. Aunque nunca se alcanzaron las exquisiteces de otras partes —nunca hubo horarios impresos en las paradas ni conectividad entre las diferentes redes de transporte—, el sistema “ortogonal” de rutas y la estructura logístico-administrativa en “módulos”, así como la utilización cabal de los “ejes viales” construidos a fines de los años setenta, transformaron de manera radical la experiencia urbana de millones de personas. Así descubrimos la ciudad los adolescentes de los años ochenta: desde Villa Coapa hasta el Paseo de la Reforma (y alguna vez hasta Iztacala), en un solo autobús que sobre Cuauhtémoc avanzaba a contracorriente; de Indios Verdes a La Joya a lo largo de Insurgentes, sin el boato de la línea 1 del Metrobús pero también sin sus apachurrones.

Aunque quizá haya un poco de añoranza en lo que escribo (pero, ¿cómo no sentirla, si cientos de veces llegamos a la Cineteca en el 23-A?), me parece que es imposible encontrar otro momento en la historia reciente de la ciudad de México en que la democratización del transporte —“democratización” como expansión de los derechos de manera más o menos igualitaria— haya llegado tan lejos. Porque en los mismos años en que se consolidaba la Ruta 100, el gobierno de la ciudad de México emprendió la construcción del mayor número de kilómetros de Metro en su historia. Nada mas y nada menos. A pesar de la crisis económica precipitada por la caída de los precios del petróleo. A pesar de la naturaleza profundamente antidemocrática del gobierno de Miguel de la Madrid. A pesar de la fama de ladrón y de inepto que ya entonces tenía el regente Ramón Aguirre. Muchos más kilómetros que Manuel Camacho o Cuauhtémoc Cárdenas; muchísimos más que Andrés Manuel López Obrador. El cuadro —hecho a partir de información publicada en el sitio electrónico del Metro— lo expresa con una contundencia que (me) asusta:

Construcción

Ante estas cifras y ante esta trayectoria, parece inevitable la desazón. Si el sistema de transporte público más importante de la ciudad de México fue construido en su mayor parte hace treinta y tantos años, en el crepúsculo de la hegemonía priista y antes de que la ciudad de México comenzara a recuperar su soberanía; si el alcalde más “cercano a la gente” que jamás haya gobernado la capital de la república no ordenó la construcción de un solo kilómetro de Metro, y si el único esfuerzo constructivo en lo que va del siglo no pudo ni siquiera ponerse en uso —es una burla que a estas alturas sólo se hayan rehabilitado los tramos entre cinco estaciones de la línea 12—, entonces a lo mejor no estamos nada más ante un problema de mala administración, y quizá no baste saber si la causa de la “indiferencia” de López Obrador fue resultado de un cambio en la manera de financiar las obras públicas en el Distrito Federal. A lo mejor estamos más bien ante el abandono de una manera general, civilizatoria, de organizar y concebir la relación entre la sociedad y las instituciones del estado: a lo mejor, efectivamente, hemos llegado al extremo de que aun la izquierda considera que la sociedad no existe. Y que cada quién llegue a su destino como mejor pueda.

 

 

5 comments on “A la goma

  1. A. Lemoine

    Gracias por expresar de manera precisa aquello que yo -y muchos más- sólo he(mos) sabido balbucear con groserías y malhumores. El desprecio hacia los capitalinos por parte del régimen es impresionante, lo digo como un veracruzano que lleva algunos años sin comprender cómo es que llegamos a este punto, y cómo es que no hemos exigido de manera enérgica un cambio digno.

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  2. Gracias por expresar con claridad aquéllo que muchos quizá sólo hemos sabido decir a través de mentadas de madre o simples malhumores.
    Como veracruzano que lleva apenas 4 años aquí no dejo de sorprenderme del maltrato que sufrimos en esta ciudad: jornadas de trabajo extenuantes; transporte público infame, ineficiente, ilegal, etc.

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  3. Buenísimo este artículo. dice lo que muchos capitalinos pensamos, sentimos y padecemos. Es de lectura obligatoria para todos los que vivimos en la histórica, entrañable pero hoy sobretodo caótica, saqueada y desgobernada ciudad de México.

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  4. O a la mejor estamos ante el conocido hecho, sabido desde el siglo XIX, de que el capitalismo no puede reformarse, de que la caída de la tasa de ganancia vuelve librecambista al más izquierdista de los progresistas burgueses, de que ningún gobierno votado en elecciones burguesas está interesado en el bienestar de los trabajadores. A la mejor lo que sucede es que la indiferencia de AMLO ante el problema vial de los trabajadores fue exactamente de la misma naturaleza que su indiferencia frente a la desaparición de los 43, frente a la reforma laboral, frente a la reforma educativa y frente a la reforma fiscal, es decir, que él es un político de la patronal, un esclavo del gran capital y un asqueroso hipócrita que no ha hecho sino capitalizar para esa patronal el descontento social de los trabajadores. A la mejor lo que pasa es que el reformismo nunca ha tenido la razón y la única forma de mejorar nuestras vidas, aún en los aspectos más cotidianos, es la revolución comunista.

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  5. Marco Ornelas

    Felicidades Luis Fernando por este articulazo. Yo lo vivo diariamente porque uso el transporte público. Me preocupa muchísimo que el colapso previsto de varias líneas del Metro no sea atendido con la debida seriedad (http://www.e-consulta.com/nota/2015-06-24/nacion/el-metro-requiere-una-inversion-de-30-mil-mdp-para-evitar-colapso), que por lo demás se ha vuelto un transporte exclusivo para jóvenes o adultos jóvenes por la saturación que experimenta (ningún anciano o discapacitado en su sano juicio utiliza regularmente el Metro)… Entonces habría que dar la razón a quienes se opusieron a la construcción de los segundos pisos (discusión Sheinbaum/Luege en épocas de López Obrador).
    ¿Hay propuestas de solución? Yo sí me animaría a proponer: impuesto especial a cualquier vivienda unifamiliar con más de dos coches (en la colonia donde vivo incluso hay coleccionistas de autos sin lugar en casa para guardarlos); ejes troncales citadinos (calles y avenidas) para uso exclusivo de bicicletas, motonetas y motos; remodelación de los asientos de los vagones del Metro, de manera que todos queden alineados, que no transversales, a las puertas (algunos vagones, no todos, ya tienen esta disposición); escalonamiento de horarios de trabajo de oficinas gubernamentales; etc. La pregunta obvia: ¿qué se espera para actuar?

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