por Alicia del Bosque *
I.
A punto de consumarse la reforma energética —esta semana la cámara de diputados debe comenzar a “discutir” lo aprobado por la otra hace unos días, y acaso termine antes de que termine julio—, comienza a ser evidente que aun sus críticos más pertinaces y escandalosos se quedaron cortos al vaticinar lo que se aproxima. El sábado, por ejemplo, Reforma publicó a ocho columnas una nota de Claudia Guerrero y Claudia Salazar en la que informaban que el proyecto de ley eléctrica aprobado por el senado contempla la desaparición de los subsidios al consumo doméstico y su sustitución por “apoyos focalizados” para los pobres. La medida, por supuesto, es indispensable para que los nuevos productores de energía puedan competir con la Comisión Federal de Electricidad. De acuerdo con sus cálculos, eso supone que quienes hoy pagan 207 pesos al mes deberán pagar 1109.70 pesos cuando comencemos a vivir en el paraíso de la libre competencia. Casi seis veces más, en efecto. (Descubiertos in fraganti, los senadores del PAN anunciaron al día siguiente que siempre no, que la ley no dispondrá la desaparición del subsidio, pero dejaron intocado el artículo 116, donde se mantiene la intención de crear los tales “apoyos focalizados”, lo que inevitablemente será un día empleado como argumento para liberar los precios —véase la nota de Claudia Guerrero y José David Estrada, Reforma, 20 de julio, 2014.)
El mismo sábado, la nota principal de La Jornada, de Israel Rodríguez, mostraba que detrás de algunas de las principales empresas contratistas de Pemex, llamadas a participar abiertamente en el producción de energía una vez que se ponga en marcha la reforma, se encuentran ex funcionarios como José Andrés de Oteyza, Pedro Aspe, Carlos Ruiz Sacristán, Juan José Suárez Coppel y Georgina Kessel, que alguna vez estuvieron a cargo, ya de los dineros públicos, ya de la política energética, ya de Pemex mismo, en los gobiernos de José López Portillo, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y Felipe Calderón. Acaso porque los vínculos entre antiguos empleados del gobierno y algunas de las empresas que se beneficiarán de la reforma es bien conocido, la nota no produjo mayor revuelo. Pero eso en realidad es anecdótico: lo que importa, lo que asusta, es darse cuenta —con las actas constitutivas de las empresas en la mano— que buena parte de los “argumentos” de los neoliberales para desmantelar el estado de bienestar no han sido más que excusas para su enriquecimiento personal. Ni siquiera es posible acusarlos de ideólogos; lo suyo, en realidad, ha sido servirse de una moda ideológica para engordar sus bolsillos.
Éstas y otras muchas señales van confirmando lo que los “paranoicos” y los “intransigentes” —pero también gente a la que no es posible acusar de radical— advirtieron desde el momento mismo en que el gobierno federal decidió romper los monopolios públicos en materia de generación de energía: estamos ante un cambio de paradigma, ante el colapso de un modelo de desarrollo, ante el fin de una forma de contrato social. Se trata, en efecto, del final de una época; no nada más de las ocurrencias de un puñado de funcionarios oportunistas y ambiciosos.

II.
La expresión, sin embargo, es un tanto pomposa y por lo tanto resulta imprecisa. ¿Qué puede querer decir “final de época” además de que Lázaro Cárdenas dejará de estar a la altura del cura párroco de Dolores y de aquel pastorcito de Guelatao que aparece en las fotos siempre tan trajeado? ¿Cómo puede traducirse a la escala de las personas —además de vislumbrar un paisaje repleto de gasolinerías Shell— si la expresión parece sólo tener sentido cuando se habla de la caída de Roma o del estallido de primera guerra mundial? ¿De qué manera imaginar la manera en que se construirá simbólica y materialmente el país una vez que el nacionalismo revolucionario del siglo XX se convierta en algo tan oscuro e irrelevante como el patriotismo de los criollos dieciochescos o los debates sobre la humanidad de los indios a principios de la época moderna —y México se precipite por fin, cabalmente, en la economía llamada de mercado?
Al azar —pero quizá no tanto— encuentro una respuesta, una prefiguración del futuro mexicano, en Limonov, la penúltima novela de Emmanuel Carrère (París: P.O.L. 2011):
La flamme bleue du gaz, qui brûle en permanence sur la cuisinière, agace Edouard. Il veut l’éteindre, mais elle [sa mère] proteste : ça tient chaud, et puis c’est une présence, c’est comme d’avoir quelqu’un avec soi dans la pièce. « Si je faisais comme toi, à Paris, ça me coûterait des milliers de francs », observe-t-il, et du peu qu’il a raconté sur sa vie à l’étranger c’est ce détail qui, de loin, la frappe le plus : « Tu veux dire que là-bas l’Etat est tellement près de ses sous qu’il vous fait payer le gaz? » Elle n’en revient pas mais, songeuse : « Remarque, il paraît que Gorbatchev et ses petits fayots veulent faire pareil chez nous… » [284]
En la traducción —un tanto provinciana— de Jaime Zulaika (Barcelona: Anagrama, 2013), la escena transcurre así:
La llama azul del gas, que arde constantemente en la cocina, molesta a Edouard. Quiere apagarla, pero ella protesta: da calor, y además es una presencia, es como tener a alguien contigo en la habitación. “Si hiciera lo mismo que tú en París me costaría miles de francos”, comenta él, y de lo poco que ha contado de su vida en el extranjero este detalle es el que, con mucho, más asombra a su madre:
—¿Quieres decir que allá el estado cuida tanto su dinero que os hace pagar el gas? —No da crédito a esto, pero añade, soñadora—: Fíjate, parece que Gorbachov y sus lameculos quieren hacer lo mismo aquí… [231]
III.
Novela a medias, novela-testimonio, non-fiction novel, el libro de Carrère es una exploración del colapso de la Unión Soviética y el nacimiento de la Rusia de Vladimir V. Putin a través de la vida alucinada y alucinante de Edouard Limónov, una especie de beatnik ruso que fue primero disidente y exiliado en los años de Brezhnev; que más tarde, casi desde el momento en que comenzó la perestroika, se convirtió en defensor nostálgico del orden soviético —en 1992 llegó a fundar un Partido Nacional Bolchevique—, y que en lo últimos años ha sido uno de opositores más destacados al gobierno de Putin.
Nada parecía ofrecer su lectura para entender el presente y el futuro mexicanos; mucho menos dado que parece de sentido común considerar irreductible la realidad y el pasado de países como Rusia y México, que ni siquiera comparten alfabeto. Pero como toda lectura está históricamente situada, unas cuantas páginas acerca de unas elites incapaces de comprender la dinámica social del país que gobiernan, de un orden social corrupto y cínico que no obstante garantizaba ciertos derechos sociales a sus miembros, de una oligarquía criminal que se aprovechó de la destrucción de un sistema ineficiente y opresivo para enriquecerse desmesuradamente, de un estado cuyas instituciones se derrumbaron sin que nadie protestara, de un movimiento restaurador de lo peor del antiguo régimen, de unos opositores complacientes y unos rebeldes norteados hasta el extremo de añorar el fascismo; bastó todo ello para darme cuenta de lo que —supongo, imagino— Jean Meyer advirtió hace unas tres décadas, cuando decidió abandonar el estudio exclusivo la revolución mexicana y comenzó a preparar lo que sería Rusia y sus imperios, 1894-1991 (México: Fondo de Cultura Económica-Centro de Investigación y Docencia Económicas, 1997): que el devenir de Rusia parece a ratos una versión condensada y extrema de la historia mexicana, y que a veces las antípodas son el sitio idóneo para comprenderse a uno mismo (quizá porque, como dice citando a Kipling, «¿qué podría saber de Inglaterra quien sólo conoce Inglaterra?» [497]). Y también que en momentos como éste, tristemente, “futuro de México” parece que tiene que escribirse en ruso —Будущее Мексики, en efecto, al menos según San Google.
0 comments on “Будущее Мексики”